La memoria también se bebe
¿De dónde nos viene el gusto por el vino? Ignacio Borrás ensaya una explicación en esta nota.
El vino llegó a mi vida antes de que yo supiera que me gustaba.
No porque me lo hayan enseñado, sino porque estaba ahí. Era parte del paisaje. Parte de la mesa.
Recuerdo los almuerzos con mi abuelo paterno, siempre con la misma botella. El mismo varietal, la misma etiqueta, la misma bodega mendocina de esas que ya son parte del patrimonio. No cambiaba. No rotaba. No dudaba. Era su vino. Lo tomaba solo, sin soda, sin rodeos. Y lo disfrutaba. Había en ese gesto algo de convicción, de pertenencia. De lealtad.
Por otro lado, los domingos en la casa de mi abuelo materno eran otra historia. Ahí el vino variaba.
Compraba damajuanas, a veces blancas, a veces tintas, y dependiendo del calor del día, las mezclaba con soda o, cuando estaba de humor, con vermut y un poco de jugo de naranja.
El vino era parte del ritual, sí, pero sin solemnidad. Lo importante era compartir, no lo que decía la etiqueta.
Entre esas dos mesas -la del vino firme y repetido, y la del vino flexible y descontracturado- aprendí que el vino no es un dogma.
Y quizás por eso, hasta el día de hoy, creo que la única forma "correcta" de tomar vino... es como a uno más le guste.
Uno cree que elige un vino por gusto. Que se trata de aromas, acidez, textura, precio. Pero muchas veces, en el fondo, elegimos por memoria. Porque nos recuerda a algo. O a alguien. Porque nos suena familiar.
A veces incluso elegimos por ausencia: no queremos repetir lo que se tomaba en casa. Queremos diferenciarnos. Marcar identidad.
El vino tiene esa particularidad: está tan presente en lo social, en lo simbólico, en lo emocional, que nuestras elecciones muchas veces no son tan libres como pensamos.
Hay quienes siguen tomando el mismo vino de siempre porque representa un momento feliz. Y hay quienes lo evitan porque les recuerda algo que prefieren no traer de vuelta.
También está la influencia del contexto: el vino que tomamos en vacaciones, el que descorchamos en una primera cita, el que apareció una noche que no olvidamos.
Todo eso se guarda. Y vuelve, sin que nadie lo llame.
¿Cuál fue la primera copa que recordás de verdad?
Esa que, sin explicación técnica, te marcó.
Por eso, cada vez que uno elige una botella, lo hace con más que el paladar. Lo hace con la historia que carga. Con la que vivió y con la que quiere seguir escribiendo.
Hay vinos que no necesitan presentación. Apenas los acercás a la nariz y ya estás en otro lugar. Uno huele un tinto y vuelve al asado del domingo, al humo del quebracho, a las risas entre platos con las sobras del asado.Otro toma un blanco floral y se acuerda del primer brindis en pareja, de una noche con calor y miedo, de una alegría chiquita que parecía enorme.
El vino tiene esa capacidad rara de activar la memoria desde los sentidos. No necesita palabras. No necesita contexto. A veces, ni siquiera necesita explicación.
Un aroma puede ser más poderoso que una foto. Una textura en boca puede abrir un recuerdo cerrado con llave. Puede ser el leve cosquilleo de un espumante que te lleva directo a una fiesta de fin de año en la casa de tus viejos, O un vino con paso untuoso que, sin saber por qué, te recuerda el silencio de una sobremesa con alguien que ya no está.
A veces no es el vino en sí. Es el contexto, la música de fondo, el vaso de vidrio grueso o las copas finas, las voces que no se graban pero se sienten. Todo eso queda, se mezcla, se guarda. Y vuelve, no hace falta que el vino sea "caro" para que eso pase. Puede ser uno sencillo, de esos que ni recordamos cómo llegaron a la mesa. Pero si tocó algo adentro, queda.
Cada vez que aparece de nuevo, aunque sea en otro cuerpo, en otra etiqueta, en otra época... algo en nosotros reconoce el momento, porque hay vinos que te emocionan por lo que son y hay vinos que te emocionan por lo que te recuerdan.
La memoria también se bebe.
Y cuando eso pasa, el vino deja de ser solo vino, se vuelve una cápsula emocional, un puente, una historia que se reactiva con cada sorbo. Así como heredamos costumbres, canciones, recetas o gestos... también heredamos formas de vivir el vino.
Hay casas donde el vino se toma con soda, otras donde se sirve en copas finas, otras donde va en vaso de plástico y se brinda igual, y cada una de esas formas cuenta algo, habla de un estilo, de una época, de una idea de familia.
A veces lo que heredamos no es una botella, sino un rito, el descorche lento, el "salud" antes del primer sorbo, el gesto de llenar primero la copa del otro o ese silencio breve -casi imperceptible- que se genera cuando todos prueban el vino por primera vez. Eso también es tradición, también es lenguaje, también es memoria.
Hay quienes aprendieron que el vino es celebración otros, que es compañía, otros, que es respeto. Hay quienes solo lo toman en las fiestas, como si fuera una prenda de gala y otros que lo incorporaron al almuerzo diario, como si fuera un pan más sobre la mesa. Cada copa que levantamos está hecha no solo de vino, sino de todo lo que absorbimos antes.
Muchas veces, sin darnos cuenta, repetimos gestos que vimos de chicos.
Servimos como servía nuestro Viejo, elegimos botellas como las elegía nuestro abuelo, brindamos, aunque no haya motivo, porque alguna vez alguien nos enseñó que siempre hay algo para celebrar y no solo con la familia. También con los amigos. Esos con los que aprendimos a brindar por cualquier cosa, a descorchar sin motivo, a entender que el vino, muchas veces, es solo una excusa para estar juntos por eso el vino, en ese sentido, también es una forma de identidad, una pequeña herencia cultural que no pasa por la etiqueta ni por la denominación de origen, sino por cómo lo integramos a la vida.
Por eso hay copas que uno se sirve sin pensar, como parte del ritual y otras que, sin que uno lo sepa, terminan marcando algo, porque el vino no siempre deja huella por lo que tiene adentro si no que a veces lo que queda no está en la botella, ni en la copa. Está en lo que pasaba alrededor.
Un día estás tomando un vino y de golpe sentís que alguien te acompaña.
No está ahí, pero lo ves, sentís que ese aroma ya lo conocías, que ese primer trago te trae una voz, una risa, una frase que hacía mucho no escuchabas y es ahi cuando entendés que el vino, más allá de lo técnico, tiene esa capacidad única de activar la memoria de forma inesperada.
Tal vez por eso seguimos tomando, no solo por placer, ni por costumbre, ni porque lo disfrutamos. Tomamos porque en el fondo cada copa nos permite volver, aunque sea por un instante, a lugares donde fuimos felices.
O a momentos que tal vez pasaron desapercibidos, pero que hoy, mirando desde otra copa, entendemos que eran importantes.
Brindar no es solo desear algo para Adelante, a veces es una forma de honrar lo que ya fue, de agradecerle a quienes nos enseñaron, incluso sin saberlo, que el que esta magnifica bebida se comparte. Que no hay etiqueta más valiosa que la de compartir con los que mas queremos algo que disfrutamos tanto.
Por eso me gusta pensar que hay copas que heredamos.
Y que cada vez que levantamos una, no lo hacemos solos que estamos rodeados por todo eso que alguna vez nos formó: la damajuana con soda, el vino repetido de los almuerzos, las sobremesas eternas, las charlas con pan y sin mantel.
También los brindis improvisados con amigos, los vinos mal elegidos pero bien acompañados, los descorches que nacieron de una risa y no de una fecha las desgustaciones con colegas donde también aprendimos tanto.
Todo eso está ahí, aunque no lo nombremos.
Y quizás, después de todo, el vino también sea eso: una forma sencilla y profunda de seguir en contacto con quienes fuimos, con quienes amamos, y con todo lo que nos emociona aunque no sepamos explicarlo.