García Hamilton: "Don José"
Podés leer desde aquí un fragmento del libro "Don José", de José Ignacio García Hamilton.
A la memoria de María Lemaur Saravia, española republicana exiliada de la Guerra Civil, quien, durante mi infancia y juventud tucumanas, me enseñó a amar la libertad.
A Fernando García Hamilton y Luisa María Torres Posse, hermanos entrañables con quienes compartimos el precio de la independencia.
A Nicandro Pereyra, gran poeta, amigo y bienhechor.
A Graciela Inés Gass, nuestros hijos Bernabé y Fernanda, José Ignacio, Julieta María, Luis Enrique, Delfina y Manuel, y nuestra nieta Sol, todos aliviadores de momentos difíciles.
NINGÚN MOTIVO PARA QUEDARME
(A bordo del Countess of Chichester, enero de 1829)
Al cruzar el ecuador los crepúsculos eran maravillosos y le gustaba quedarse sentado en la cubierta, disfrutando de un sol anaranjado que parecía suspendido sobre el horizonte, mientras el abanico de rayos púrpuras ultrajaba las tenues nubes y las entretejía con el intenso fondo azul. Se acordaba de los atardeceres de su niñez en Málaga, pero la serenidad de la infancia se disipaba con las primeras oscuridades, que lo hacían retornar a la preocupación sobre lo que estaba ocurriendo en el Río de la Plata.
Había partido entusiasmado desde Falmouth, Inglaterra, orgulloso de integrar el pasaje del primer buque de vapor que viajaba hacia el Atlántico Sur, con el ánimo de arreglar en Buenos Aires las cuestiones financieras que lo apremiaban. Pensaba también permanecer por unos dos años en Mendoza, asumiendo la administración de su finca de los Barriales, en la confianza de que, como decía el refrán, "el ojo del amo engorda el ganado". Desde allí podría gestionar también el cobro de la pensión de nueve mil pesos anuales que le había fijado el gobierno del Perú, cuyos atrasos lo habían puesto en dificultades.
Al llegar a Río de Janeiro se deslumbró con la bahía de Guanabara, pese a la humedad que le pegaba la camisa al cuerpo y hacía que la levita azul con bolsillos y botones dorados le pesase como un capote. Los periódicos que trajeron a bordo informaban que, en Buenos Aires, el general Juan Lavalle se había insurreccionado con sus tropas en contra del gobernador, el coronel Manuel Dorrego. Una asamblea de vecinos lo había confirmado en el mando y el nuevo mandatario había partido con sus fuerzas en persecución de Dorrego.
La noticia lo alarmó. Desde hacía casi cinco años estaba viviendo en Bélgica con su hija y se había decidido a regresar a las Provincias Unidas porque había terminado la guerra con el Brasil y pensaba que la situación interior también iba a estabilizarse.
Al acercarse al puerto de Montevideo, las noticias fueron todavía más dramáticas: sus propios soldados habían entregado a Dorrego a manos de su perseguidor, quien había procedido a fusilarlo. "Quiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires -había dicho Lavalle- que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puedo hacer en su obsequio".
Se acordó de que durante el cruce de los Andes, cuando ya culminaban el descenso, el entonces capitán Lavalle había encabezado unas avanzadas de granaderos que despejaron la garganta de las Achupallas y les permitieron el acceso final al valle de Putaendo. Después, en Santiago de Chile, lo había invitado varias veces a compartir su almuerzo en su residencia del Palacio Episcopal.
Resolvió quedarse en Montevideo hasta que la situa- ción en el Plata se aclarase, pero el bote que había pedido para desembarcar se demoró y el capitán del Countess of Chichester debió partir hacia Buenos Aires. Se sintió molesto, como si lo llevasen sin su consentimiento hacia un campo de lucha por el poder, en el que él no había sabido desenvol- verse. Había sido educado para las armas y las había usado veinte años en el ejército español, como también otros diez en la América del Sud, luchando esta vez contra las tropas de España. Pero las veces que había debido participar de la vida política (en Buenos Aires, Mendoza o Chile)...