El silencio del vino en la era del ruido

Un condimento poético en la definición de los vinos de nuestro testeador, Ignacio Borrás. ¿Qué representa un vino, más allá del vino?

Ignacio Borrás

En tiempos de pantallas y vértigo, el vino sigue recordándonos que el silencio también comunica. Que no todo tiene que gritar para hacerse notar.

Hay un instante, mínimo y perfecto, cuando el vino empieza a caer dentro de la copa.

Un segundo en el que todo se desacelera: el sonido del corcho, el aire que se abre, la primera mirada al color. Es un silencio que no se busca, pero sucede. Y quizás por eso sea tan raro en estos tiempos.

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Vivimos rodeados de ruido. No solo del audible: ruido visual, mental, emocional. La necesidad constante de mostrar, de llenar el espacio, de decir algo incluso cuando no hay nada que decir. Y en medio de eso, el vino parece pertenecer a otro tiempo.

Uno donde las cosas no se apuraban para llegar antes, sino que maduraban hasta estar listas.

El vino no pide atención. La gana con calma. No busca likes: busca quien lo disfrute. Y en esa quietud hay algo profundamente humano, una forma de resistencia frente a la velocidad que nos consume.

El vino, de alguna manera, nos enseña a esperar. Nos recuerda que no todo lo que vale la pena sucede al instante.

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Hay vinos que necesitan años para decir lo que tienen que decir, y personas que también. Esa paciencia, ese respeto por los procesos, se vuelve un espejo de lo que perdemos cuando vivimos apurados.

El vino nos educa en la pausa, nos entrena en la atención. Nos obliga -con sutileza- a estar presentes.

No hace falta idealizarlo -el vino también es industria, mercado, estrategia-, pero incluso ahí, en su costado más pragmático, conserva un eco de silencio.

El silencio del viñedo al amanecer, cuando todavía no hay máquinas ni voces.

El silencio de la barrica, donde el tiempo trabaja sin testigos.

El silencio del brindis íntimo, donde las palabras sobran y el vino habla por nosotros.

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Cada uno de esos silencios guarda algo de verdad.

El del campo, que respira entre montañas y heladas, cargado de paciencia y de manos curtidas.

El de las bodegas, donde se mezclan el perfume a madera, el metal de los tanques, y ese respeto casi religioso por lo que está vivo.

Y el silencio del consumidor, que muchas veces abre una botella no para celebrar, sino para acompañar -una cena sencilla, una charla que hacía falta, un pensamiento que pide compañía.

Pero el vino también es parte de una cultura que sabe de resiliencia. En la Argentina, donde todo parece urgente, el vino todavía conserva ese aire de sobremesa, de encuentro, de conversación larga.

Es una costumbre que sobrevive al caos, un gesto de calma en medio del ruido. Y tal vez por eso, más que una bebida, sea un lenguaje: uno que habla de raíces, de identidad, de una manera de estar en el mundo sin apuro.

Quizás sea eso lo que hoy necesitamos recuperar: la posibilidad de escuchar sin tanto ruido alrededor. De volver a dejar que una copa nos detenga, nos devuelva a tierra. Porque el vino, más que un producto, es un puente.

No importa el ruido alrededor -el trabajo, la rutina, las pantallas, las urgencias-. Cuando el vino se abre, algo se afloja. Y ahí, entre charla y charla, o en soledad, vuelve a pasar eso que a veces olvidamos: el reencuentro.

Con los amigos, con alguien querido, o con uno mismo.

Con el simple acto de frenar, respirar y dejar que el tiempo se estire un poco más.

Tal vez ese sea el valor más grande del vino argentino hoy: su capacidad de recordarnos que no todo debe correr para existir. Que todavía hay belleza en lo que tarda. Y que en una época que premia la inmediatez, el vino se atreve a ser lento, a seguir su propio pulso, sin pedir disculpas.

Y en ese gesto -el de ser fiel a su tiempo- hay algo de resistencia. Una resistencia silenciosa, pero firme. Como si el vino nos dijera, sin palabras, que todavía hay espacio para lo que se hace con cuidado. Que no todo tiene que ser inmediato, ni visible, ni medible. Que a veces, lo más profundo sucede en voz baja.

El vino, al fin y al cabo, no es un espectáculo.

Es una conversación -a veces muda, a veces intensa- entre quien lo hace y quien lo bebe.

Y cada copa puede ser una forma de silencio. De esos que no aíslan, sino que conectan.

Porque en un mundo que habla demasiado, el vino todavía sabe callar.Y cuando calla, dice lo que de verdad importa.

Tal vez la mejor forma de "hacer ruido" hoy sea justamente hablar de esos silencios. De los disfrutes simples, de lo que todavía no necesita filtros ni algoritmos para emocionar.

Porque en un mundo que grita, el vino nos recuerda que hay otra manera de hacerse escuchar: bajando la voz, compartiendo una copa, dejando que el tiempo -y el silencio- digan lo suyo.


Por Ignacio Borras



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