Halloween en Mendoza: ¿en qué momento?
Una fiesta que entró por la ventana y, de pronto, nos sumergió en un mundo de color naranja y negro, con gente fingiendo ser zombis. Un espanto cuyo parecido con la realidad es pura coincidencia.
Ya está. Entró por la ventana. Debemos aceptar que tenemos una nueva fiesta.
Sí, Halloween ya es parte de nosotros. Y sé que suena fuerte, pero es la realidad palpable y absoluta.
Viernes 31 de octubre, 18 horas. Calle Las Heras: niños caminan de la mano de sus padres y, en la otra, llevan una calabaza naranja de plástico llena de dulces. Visten de negro y tienen cicatrices dibujadas en la cara.
En la Alameda, uno de los locales que venden telas, los empleados lucen trajes oscuros y un maquillaje pálido que resalta los ojos y la boca pintados de negro.
A las vidrieras del centro les cuelgan telarañas y globos naranjas y negros.
Un grupo de amigas camina por la Arístides, donde hay una fiesta en la que todos compiten por el mejor disfraz. Y no es carnaval. Dan miedo.
Pasa un auto: su conductora lleva un maquillaje monstruoso y un peinado alborotado que intenta asustar.
Hay fila en los negocios de disfraces.
Los vendedores ambulantes, en una jugada maestra de marketing, ofrecen manojos de calabazas plásticas que asustan sin brillo.
Por mi parte, me da igual. Ahora me da igual.
Hace un tiempo, no creía que esto fuera a llegar tan lejos.
Suena a resignación, pero no lo es. Sí, lo acepto.
Una celebración invadida por los gringos. No es de ellos. Su fiesta es la del 4 de julio y la de Acción de Gracias.
Entonces, siento que tal vez tengamos cien años de perdón celebrando una réplica de una tradición celta que los yanquis tomaron para hacer lo que mejor les vino en ganas.
Pensar eso, de algún modo, me alivia.
Aunque, entre nosotros, cuando veo un pavo congelado en el súper, me corre un escalofrío por todo el cuerpo.
Pienso en lo cerquita que estamos de celebrar ese encuentro: a cuánto tiempo de que se descongele el pavo y lo pongan en el centro de la mesa, con toda la familia alrededor.
Tiemblo de solo pensarlo.
Puede pasar. Todo puede pasar.
Vuelvo a pensar. No sé por dónde nos entró esta fiesta.
Halloween cruzó la frontera sin control y sin pasaporte. Tal vez entró por Chile, con el paso sin demora. Y ahora se instaló por toda la ciudad.
¿El colegio bilingüe habrá tenido algo que ver? ¿O los barrios cerrados, con niños disfrazados intentando conocer vecinos y hacer amigos mientras reparten golosinas? Las guarderías que reciben bebés desde los seis meses seguro son responsables. Recursos para entretener niños -y padres- que arrancan demasiado temprano.
Me gusta verlos, pero a la vez siento un poco de vergüenza.
Es como imaginar que, en los pueblos escandinavos, comen locro y pasteles, visten de gauchos y bailan chacareras mientras reparten escarapelas celestes y blancas.
Todo es raro. Y ni siquiera el concepto de la fiesta logramos entender, porque acá se complica que algo nos asuste, si estamos curados de espanto.
¿Será la prenda que debemos pagar por no haber estado atentos al juego?
¿En qué momento llegó Halloween?