Experimento social: silenciar y castigar

Se lanzan corrientes que determinan que opinar barbaridades debe ser penalizado, pero que al mismo tiempo, que cometer delitos puede ser comprendido y perdonado. ¿Poco a poco se nos introduce en un corralito de pensamiento?

Periodista y escritor, autor de una docena de libros de ensayo y literatura. En Twitter: @ConteGabriel

Es pregunta, aunque podría resultar una afirmación más temprano que tarde: ¿Somos parte de un experimento social que, gota a gota, penaliza (primero socialmente y cuando puedan, legalmente) la libertad de expresión, a la vez que se suaviza las sanciones a delitos comunes, económicos y de corrupción) ya establecidos por la legislación y se liberan presos?

Viene al caso a raíz de múltiples campañas que buscan silenciar y castigar a quienes no compartan determinados juicios. Y la cuestión democrática es tan importante para la libertad de las personas, que cada vez que se la quiere lotear en fragmentos ideológicos o crear corralitos para encerrar allí a sectores de acuerdo a sus creencias o pensamientos, se la está negando o bien, usando como catapulta para otra cosa, que ya no será democracia, aunque se la siga llamando por su antiguo nombre.

Cualquiera debe poder expresarse como quiera, aunque sea a través de imbecilidades o ideas chocantes. Más, si fue elegido representante del pueblo: que se las arreglen con sus votantes si son los que le permiten esas actitudes. En los últimos días, hay una andanada en contra de Fernando Iglesias y Waldo Wolf y entre los tirapiedras en su contra se mezcla la farándula y el Presidente. Pero quienes han dicho barbaridades están en todos los partidos y es parte de su rol poder decir lo que piensan con libertad. Hay que saber identificar cuándo violan el Código Penal ya existente y no cuando lo hacen contra uno imaginario, creado ad hoc en su contra.

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Lentamente se construye un "deber ser" unidireccional. Se trata de un canon que por ahora es sobre lo que queda bien decir y lo que está mal que sea verbalizado. Podría tratarse de un fuerte llamado de atención a una sociedad desbocada y no estaría mal que así fuera, a modo de parámetro, recomendación y debate público en torno a cómo tratarnos en la convivencia social y política.

Pero en el trasfondo hay gente exaltada y fanática que no solo asume como propia la libertad de atacar a las diferentes formas de pensamientos con las que se puede ver al mundo, sino que pretenden establecer concretamente qué se tiene que pensar sobre las cosas.

Allí es cuando ese canon se vuelve Biblia y, por lo tanto, cuando se busca que el Estado lo adopte con normas sancionatorias, excluye de ciudadanía a los que no creen en ello. Se vuelve un código interno, que reprime y castiga a los que no coinciden y, por lo tanto, no lo respetan. Los vuelve apátridas. Busca su desaparición cívica, aunque en épocas en que el autoritarismo se apropió de las instituciones del país ese desprecio se corporizó en la eliminación de los distintos, y no sucedió solo unilateralmente desde la última dictadura, sino desde grupos fanáticos e iluminados.

De allí que se trate de una luz de alerta que a veces no se enciende, cuando desde el poder y sus redes multiplicadoras militantes, se tergiversa el valor de las libertades democráticas poniéndoles un corset de conveniencia sectorial o partidaria. Hacen creer al resto de la sociedad que un legislador debe ser removido de su banca por hablar y no por violar la ley, como puede chequearse que sucede con el caso del senador nacional tucumano José Alperovich, por citar tan solo un ejemplo.

En la Argentina, ¿es más grave expresarse mal que cometer delitos? Porque mientras se construyen redes para cazar divergentes y autores de exabruptos, se abren cárceles para liberar condenados por cometer ilícitos, aun con condena, o se trabaja en morigerar los castigos penales al recategorizar a los delincuentes como "víctimas de la sociedad", en una corriente sociológica del Derecho que le pasa por arriba como un camión a quienes sí fueron víctimas de estas personas que sufrieron sus delitos.

A todas luces, poco a poco, gota a gota, se intenta naturalizar la corrupción como una forma de financiamiento de la política. Ya lo fundamentó un periodista afin al gobierno en tiempos de los bolsos de José López, cuando enfrentó ocurrente y oportunamente a su favor a "políticos pobres" con "poderosos adinerados", y que para empoderar a los primeros hacía falta una especie de "caja chica" constituída por robos justificados a lo Robin Hood de recursos del Estado. Está claro que esa tendencia se naturaliza cuando se condenan los casos que llegan a los tribunales por corrupción en una cantidad que no llega al 5%.

Radica un gran peligro en penalizarlo todo y resulta paradógico que la idea surja justamente desde quienes abogan por un abolicionismo penal en su menú ideológico. También, un desmadre de la discusión política. Sucede cuando se enfocan en lo lateral y no en lo sustantivo, y cuando la oposición se concentra en el cotillón y no en los hechos, lo que también resulta un tendencia inconducente, que termina por dar pie a que todos reclamen condenas (penales o sociales, cárcel o escraches) solamente a quienes no coincidan con sus líneas de pensamiento y no de acuerdo a lo que las leyes y códigos dicen. Todos (unos queriendo y otros sin querer) terminan banalizando a la Constitución hasta el punto de volverla "opinable" y, si se quiere, solo algo meramente simbólico.


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