Palabras amables y buenas acciones: educar en el respeto en la casa y en la escuela
Una nueva nota sobre Educación del Prof. José Jorge Chade.
Siguiendo con los temas de comienzo de las clases vemos distintos ángulos de la educación, hoy consideramos el tema sobre cómo educar en el respeto. El respeto (del latín respectus, 'estima' o 'consideración') es la consideración y valoración especial o positiva ante alguien o algo, al que se le reconoce valor social o especial diferencia. Transmite una sensación de admiración por las cualidades buenas o valiosas.
Como padres y también si somos docentes tenemos la oportunidad y el gran privilegio de educar a un ser humano.
El verbo «educar» puede abarcar tantas ideas, razonamientos, acciones, prioridades. Es cierto, como suele decirse, que «todos estamos en el mismo barco»: todos los padres y todos los maestros tienen algo en común con los demás. Esto aligera en cierto modo la carga de la responsabilidad educativa, pero al mismo tiempo nos recuerda que todas las personas que «educan» pueden marcar la diferencia de los hombres y mujeres del mañana, porque ellos serán los que en el futuro ofrecerán al mundo lo mejor de sí mismos. Sin duda es un gran honor, pero también una carga importante.
Los valores que decidimos transmitir, la forma en que nos comunicamos y las acciones que utilizamos para entablar relaciones tienen un fuerte impacto tanto en el presente que viven nuestros hijos como en las personas en que se convertirán en el futuro y en las relaciones que entablarán.
A la hora de educar en valores tan importantes para nosotros como el respeto a los demás, la amabilidad, la escucha (y podríamos seguir con una larguísima lista), los adultos tenemos una tarea fundamental, tan importante que lo primero que debemos hacer es pararnos a reexionar, preguntándonos cuáles son realmente las piedras angulares de nuestra moral, los valores sobre los que nos gustaría construir nuestras acciones educativas.
"¿Qué es importante para mí en la vida?".
«¿Cuáles son los aspectos que quiero trabajar para transmitir mis valores a mis hijos, a mis alumnos?».
Hacerse preguntas de este tipo no es ni mucho menos una obviedad, pero realmente puede ser un impulso para cambiar y mejorar las actitudes (pensamientos internos) y los comportamientos (acciones visibles) sobre los que estructuramos nuestra acción educativa.
No hay respuestas correctas o incorrectas, somos nosotros mismos los que denimos nuestra escala de valores en relación con nuestro «sentir», que no es necesariamente una condición permanente, sino que puede cambiar a lo largo de la vida también en función de las prioridades elegidas.
Los valores, si se viven como principios fundamentales para dar lo mejor de nosotros mismos, podrán realmente orientarnos hacia lo que consideramos correcto para nuestra propia vida y para la de nuestros hijos o de nuestros educandos. Cuanto mayor sea la fuerza con la que percibamos y vivamos un determinado valor, mayor será la eficacia con la que transmitamos aquello que nos guía. Esto puede parecer algo muy abstracto y difícil de aplicar, pero en realidad se traduce en el simple «ser un buen ejemplo» en el día a día; y es desde aquí desde donde podemos marcar la diferencia en la educación.
Técnicamente, se denomina «modelado»: el niño aprende por observación un comportamiento que luego imitará y propondrá como modelo a seguir. Este aspecto es muy interesante porque la vida nos ofrece muchas ocasiones en las que podemos mostrar lo que nos gustaría ver en los demás (incluso delante de nuestros hijos): cuando nos enfadamos, cuando tenemos que gestionar una situación más o menos difícil, cuando estamos preocupados, pero también cuando sentimos mucha alegría o euforia, tenemos la posibilidad de transformar ese momento en una eficaz oportunidad de crecimiento compartida con las personas que estamos educando. Podemos visualizar y elegir qué comportamientos activar y, en consecuencia, mostrar a nuestros hijos y educandos los más correctos.
Hablar de respeto y de cómo transmitirlo a los más pequeños puede permitirnos adquirir dos tipos de habilidades relacionales: la escucha, no dar por hecho que sabemos lo que los demás sienten o piensan, y la empatía o la comprensión, y ver las cosas desde un punto de vista diferente al propio.
Pero el respeto no sólo se manifiesta en las relaciones sociales, pensemos en el respeto a uno mismo, al propio cuerpo o a la propia persona en general: nos daremos cuenta de que le siguen otros valores importantes como la autoestima, la perseverancia y la humildad.
Existe un valor muy importante y fundamental para construir relaciones sanas y duraderas y un bienestar compartido; en este punto puede ser importante preguntarnos en qué medida, en el seno de nuestra familia, en las relaciones que construimos cada día con las personas que conviven con nosotros, todos estos conceptos se traducen en actos y se expresan con palabras.
Un requisito importante para el respeto es, sin duda, escuchar y conocer a la otra persona como ser humano. Entre adultos es más fácil porque damos por sentado que podemos entendernos y expresarnos sin demasiadas dificultades; con los niños es un poco diferente, porque de hecho su estructura mental está en constante evolución y aún no está lo suficientemente desarrollada como para comprender dinámicas relacionales más profundas. Respetar a un niño también significa preguntarse y aprender sobre su crecimiento y cuáles pueden ser los factores que facilitan su equilibrio.
Cuando «reprendo» a mi hijo o hija o alumno por un comportamiento que considero inadecuado, ¿qué tipo de medida educativa adopto?
¿Cómo lo afronto?
¿Con qué palabras expreso mi punto de vista?
¿Hay algo que haga o diga que preferiría evitar?
Evidentemente, cuando como adulto consigo mantener la calma, utilizar un tono de voz adecuado, evitar métodos coercitivos que no transmitan respeto por la otra persona (castigo o chantaje, por ejemplo) puedo ser un buen educador, en línea con mis propios valores.
No es suficiente pretender que el respeto sea un «ingrediente» de las relaciones entre iguales de nuestros hijos y/o educandos, debemos hacernos portadores de este valor como perspectiva «natural» de estar en el mundo.
Otro supuesto importante que debemos tener en cuenta es que ninguna acción o valor, ninguna intervención educativa, recordatorio o cumplido no etiqueta ni categoriza a una persona en términos enjuiciadores. Hagamos lo que hagamos, digamos las palabras que digamos, no estamos identicados por ese adjetivo. «¡Qué buen chico!», "¡qué maleducado!", "¡eres tonto!", "vámonos porque eres insufrible": pequeñas o grandes formas de falta de respeto que afectan a la identidad y que, con el tiempo, llevan a la persona a reflejarse en esas mismas palabras. Un chico o una chica que escucha cómo se le juzga una y otra vez empezará a pensar que realmente es así, sintiéndose repetidamente equivocado y dejando de construir una imagen positiva de sí mismo.
Juzgamos el comportamiento, el gesto, la acción: siempre son modificables y siempre pueden remediarse de alguna manera. La intención de un niño nunca se basa en la malicia o en la voluntad de herir: a menudo no hay comprensión de la situación, por lo que el adulto tiene que interpretar lo que ocurre, esforzándose por ofrecer una visión más completa que incluya también lo que la otra persona puede estar sintiendo.
En lugar de «regañar», que a menudo resulta en una humillación pública, ante el error buscamos lo que podría ser una solución o un remedio a la ofensa dada. Frases como:
"Puede que hayas sido irrespetuoso con este comportamiento, ¿no crees?".
"¿Te has dado cuenta de que tu amigo te ha ofendido?".
"¿Qué puedes hacer para arreglar esto?".
Si en el seno de mi familia vivo constantemente situaciones en las que se me priva del respeto, me resultará muy difícil comprender cómo llevar este valor a las relaciones sociales, en la escuela, en el deporte, con los amigos.
El ser humano puede ser respetuoso incluso en los primeros años de vida; aunque no conozcamos el significado concreto de esta palabra, a través de la guía firme y constante de un adulto que acompañe y dirija los instintos de los más pequeños, es posible adquirir un comportamiento respetuoso como la «acción humana» más natural, simplemente porque es la que muestra una y otra vez el padre o la madre.
Incluso antes que los largos discursos y las grandes enseñanzas de palabra, la diferencia la marcan nuestras propias acciones, la forma en que interactuamos con aquellos a quienes educamos (sean niños o adolescentes) y la manera en que comunicamos lo que es realmente importante para nosotros. En nuestra responsabilidad educativa reside un gran secreto para cambiar el mundo: el ejemplo. Una pequeña gran gota de belleza que siempre puede marcar la diferencia incluso en el océano más grande.