Vino natural: entre la revolución y el marketing
La aparición del vino natural y su impacto en la sociedad. La pluma de Ignacio Borrás.
Hay modas que entran por la boca, otras por los ojos y unas cuantas que entran por donde pueden. En el mundo del vino, como en casi todo, cada tanto aparece una "nueva verdad". Algo que promete cambiarlo todo. Y hoy esa promesa tiene nombre: vino natural. Lo presentan como un regreso al origen, una forma pura de hacer las cosas, sin aditivos, sin correcciones, sin intervención. Casi como si alguien hubiera descubierto que el vino puede fermentar solo (spoiler: eso ya lo sabían los romanos).
Pero en una época donde todo se cuestiona -la industria, los químicos, el plástico, el gluten, el capitalismo y así podríamos decir mil ejemplos mas- el vino natural llega con la fuerza de una causa. Algunos lo celebran como una revolución necesaria. Otros lo ven como una excusa con buena prensa.
Y en el medio estamos nosotros: consumidores, curiosos, periodistas, bebedores, tratando de entender si estamos descorchando libertad o simplemente un nuevo envase para la misma vieja sed de pertenecer a algo.
Porque si hay algo que aprendimos en este mundo del vino, es que entre lo que se dice y lo que hay en la copa... puede haber varios filtros. Y no todos son de los que se usan en bodega. Y en medio de todo eso, nosotros: tratando de disfrutar un vino sin necesidad de manuales.
¿Por qué seduce tanto lo natural?
Es fácil entender por qué el vino natural atrapa: en un mundo donde todo parece industrial, apurado o retocado, la idea de algo más puro, sin artificios, suena bien. Vinos sin aditivos, sin correcciones, hechos con lo que da la tierra y las manos del productor. Suena a volver al origen. A confiar. Y claro, no es solo una copa. Es una idea. Una forma de mostrarse, de elegir distinto. Como si al descorchar un natural no solo eligieras un vino, sino también una postura frente a lo que tomás. Una forma de decir: "esto no está maquillado, no está disfrazado, es real".
A mí también me pasó. Probé vinos naturales que me abrieron la cabeza. Que me hicieron pensar. Que me sacaron del lugar cómodo y me recordaron que no todo tiene que venir filtrado y pulido para emocionar.
Y me parece buenísimo que existan, que incomoden, que propongan otra mirada. Que rompan con esa idea de que el buen vino tiene que responder a una fórmula.
Pero como toda idea poderosa, también puede confundir. Porque entre la rebeldía y la desprolijidad hay una línea finita. Y si no la vemos, terminamos aceptando cualquier cosa solo porque viene con el cartelito de "natural".
Y ahí es donde me empezó a hacer ruido. No por lo que promete, sino por lo que muchas veces se termina justificando en su nombre.
Lo natural no justifica todo
Hay algo que me preocupa, y no desde el enojo, sino desde la experiencia de haber probado muchas cosas -algunas inolvidables, otras... mejor olvidarlas rápido-: con el vino natural se empezó a justificar cualquier cosa bajo el paraguas de lo auténtico. Y eso, para mí, es un problema. Porque está buenísimo que existan vinos sin correcciones, sin sulfitos agregados, sin intervenciones artificiales. Que haya productores que se animen a correr riesgos.
Pero también hay que decirlo: hay vinos que están mal. Mal elaborados. Mal conservados. Mal pensados. Y no alcanza con decir "es natural" para que eso deje de ser un defecto. Olores a huevo podrido, acidez que raspa, burbujas donde no debería haberlas, reducción extrema, oxidación precoz. Todo eso existe. Y muchas veces no es identidad, es error.
El peligro está en que ese tipo de fallas -que antes eran motivo de revisión- hoy se disfrazan de carácter. Y si lo criticás, te miran como si no entendieras nada. Pero si natural significa aceptar cualquier cosa sin cuestionar, entonces no estamos frente a una evolución, sino frente a un nuevo dogma. Y eso, con el tiempo, no suma. Aleja.
Porque el consumidor puede no saber de levaduras o fermentaciones, pero sabe cuándo algo le gusta y cuándo no. Y si insistimos en justificar lo injustificable, vamos a terminar alejando a la gente otra vez. Como ya pasó cuando el vino se llenó de palabras raras y catas solemnes. La diferencia es que ahora el disfraz no es la técnica. Es la libertad.
Cuando decir "no me gusta" parece una falta de respeto
Desde hace un tiempo vengo notando -en ferias, en charlas, en redes- algo que me deja pensando: con el vino natural volvió a pasar eso de que, si no lo entendés, si no lo disfrutás, si no te emocionás con la historia detrás... entonces pareciera que el problema sos vos.
Como si dijeras algo que no se puede decir. Como si reconocer que una copa no te gustó fuera una falta de respeto. Y eso, para mí, es un error. Y uno que ya cometimos antes.
Pasó con ciertas formas de comunicar el vino que lo llenaron de palabras raras, de tecnicismos, de frases tan rebuscadas que alejaban más de lo que acercaban. El vino se volvió algo que había que estudiar para disfrutar. Y durante años, mucha gente se sintió fuera de ese mundo.
Ahora, con esta nueva corriente más libre, estamos corriendo el riesgo de repetir el mismo error, pero desde otro lugar. Ya no se habla en difícil... pero igual pareciera que hay una forma correcta de sentir. Y que, si vos no sentís lo que hay que sentir, estás en falta.
Y eso te pone en un lugar incómodo. Porque no sabés si tu paladar se equivocó, si tu cabeza no está preparada, o si simplemente no entendiste el código. Y eso... aleja. Porque si el vino necesita ser defendido con un discurso, si no puede sostenerse solo en el placer que genera, si hay que justificar lo que se siente -o lo que no-, entonces no sé si estamos compartiendo una experiencia o asistiendo a una clase.
Decir 'esto no me gusta' no significa no saber de vino. Significa saber lo que te gusta. Y eso vale mucho más que repetir frases de catálogo. El vino debería invitar. No examinar. Incluir. No dividir. Y si volvemos a levantar una barrera entre los que entienden y los que no, entre los que se animan y los que no, entonces estamos corriendo en círculos. Y esta vez, sin siquiera darnos cuenta.
Una copa con los pies en la tierra
No hay una forma única de hacer vino. Y mucho menos de disfrutarlo. Y eso, que parece una obviedad, a veces se nos olvida cuando nos enamoramos de las etiquetas, de los discursos o de las tendencias. El vino natural vino a sacudir estructuras, a poner sobre la mesa debates que hacía falta dar. Y eso es valioso. Muy valioso. Pero cuando ese sacudón se convierte en dogma, cuando el relato pesa más que el disfrute, cuando sentir algo distinto se vuelve casi obligatorio... ahí perdemos el eje. Y volvemos a caer en lo mismo que veníamos a cuestionar. No se trata de elegir entre natural o convencional. Ni de levantar banderas. Se trata, creo yo, de escuchar a la copa sin miedo. De dejarse llevar, de aceptar que no todo tiene que tener una explicación, y que no hay gusto que valga más que otro. Porque si algo tiene el vino -cuando se lo deja ser- es eso que no se puede explicar tan fácil: una forma de estar, de compartir, de descubrir, de errar y volver a probar. Y si vamos a hablar de libertad en el vino, que sea también libertad para decir me gusta, no me gusta, no sé qué pensar todavía. Porque ahí, en esa sinceridad sin vueltas, está el único maridaje que siempre funciona: el del vino con uno mismo.
Brindemos por el vino, por el que se anima a cambiar y también por el que simplemente está bien hecho. Porque al final, cuando la copa es sincera, no necesita explicación.
"Una copa no cambia el mundo, pero a veces cambia el momento."