Belgrano, el héroe olvidado que murió en soledad y hoy descansa bajo un mausoleo monumental

El creador de la bandera fue enterrado sin honores ni lápida, en plena crisis política. Su vida austera, su fe profunda y su compromiso con la educación contrastan con el esplendor del monumento que hoy resguarda su legado.

A 204 años de su fallecimiento, la figura de Manuel Belgrano continúa interpelando a los argentinos. El hombre que diseñó la bandera nacional, luchó por la independencia y donó su fortuna para la creación de escuelas, murió en la pobreza, sin homenajes públicos, en medio de un país fracturado por el caos político. De los ocho periódicos que circulaban en Buenos Aires, solo uno registró su muerte aquel 20 de junio de 1820.

Belgrano nació el 3 de junio de 1770 a pocos metros del convento de Santo Domingo, donde también fue sepultado. Provenía de una familia acomodada -su padre era un comerciante italiano habilitado por la corona española- y accedió a una educación privilegiada. Estudió en Europa y, de regreso al Río de la Plata, abogó desde el Consulado por el comercio libre, la educación popular y la modernización del Virreinato. Fue también protagonista de la Revolución de Mayo, integrante de la Primera Junta, general en el Ejército del Norte y vencedor en Tucumán y Salta.

Pero su compromiso con la patria fue más allá de los campos de batalla. Donó 40 mil pesos oro -premio por sus victorias- para fundar escuelas en el norte argentino, gesto que no se concretó por falta de voluntad política. Enfermo y sin dinero, murió en la misma casa donde nació. Su único bien de valor, un reloj de oro, lo entregó al médico que lo asistía. Fue sepultado en el atrio del templo dominico con un modesto ataúd de pino y una lápida improvisada: el mármol de una cómoda familiar, tallado a mano.

La muerte de Belgrano pasó casi inadvertida, opacada por la anarquía que siguió a la batalla de Cepeda. Aquel 20 de junio fue conocido como el "Día de los Tres Gobernadores", un símbolo del desgobierno que reinaba en Buenos Aires. Recién al año siguiente comenzaron los homenajes oficiales, y más tarde, con la consolidación del Estado nacional, su figura fue recuperada como uno de los pilares fundacionales de la Argentina.

El convento de Santo Domingo, donde hoy descansan sus restos, fue parte esencial de su vida. Allí aprendió a leer, recibió formación religiosa, y participó como laico en la Tercera Orden de los dominicos. Su deseo era reposar en el atrio del templo, para que cualquiera pudiera rezar por él. El gesto de humildad contrastó, décadas después, con el esplendor del mausoleo que se le construyó.

La iniciativa de honrar su memoria partió de un grupo de estudiantes porteños en 1895, que reclamaron con fervor la dignificación del héroe olvidado. Tras una campaña de recaudación popular y un concurso internacional, la obra fue adjudicada al escultor italiano Ettore Ximenes. El mausoleo, inaugurado en 1903, se convirtió en un hito patriótico: una estructura de nueve metros, con mármol de Carrara, bronces alegóricos y ángeles que sostienen el sarcófago del prócer.

Cada elemento del monumento guarda un símbolo: una espada por la justicia, un engranaje por el trabajo, una palma invertida por la humildad en la victoria. Una lámpara votiva permanece encendida junto al mausoleo, renovada en 2020, como testimonio del reconocimiento que llegó tarde, pero llegó.

En el mismo templo reposan también los restos de sus padres y de varios próceres de la independencia. Las banderas capturadas a ingleses y realistas se exhiben dentro de la iglesia, junto a la imagen de la Virgen del Rosario de la Reconquista. Ese cruce entre historia, religión y patriotismo define el lugar que Belgrano ocupa en la memoria nacional.

Hoy, su legado no solo está en el pabellón celeste y blanco, sino también en la enseñanza, la honestidad y el ideal de país justo que defendió hasta sus últimos días. El mausoleo en Defensa y Belgrano, en el corazón de Monserrat, es mucho más que una tumba: es el símbolo de un país que, aunque tarde, supo decir gracias.

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