En el Día de las Américas, un apasionante relato sobre el poblado primigenio

Por Matías Edgardo Pascualotto. Abogado. Máster en Historia de las Ideas Políticas.

Matías Pascualotto

El sonido milenario del viento, mezclado con el golpe del agua contra las piedras del río, fue roto por el vocerío de órdenes, el golpeteo de los cascos de las cabalgaduras y los metálicos trastos transportados a lomo de las bestias de carga.

Pendiente arriba, a distancia prudencial, agazapados en los paredones de piedra mandados a construir por los incas venidos de lejos pocos años atrás, se escondía, temeroso y asustado, el grupo que bajaba a la costa del río en busca de la pesca en el preciso instante de la invasión. Desde allí observaban, sombríos bajo sus rasgos opacos y sus ojos oscuros, el ultraje a las tierras del Goazap Mayu, río de su cacique principal. El sol, alto, y de blancura incandescente, secundado en su conjunto por las lejanas montañas azulinas, presagiaba, en mitad de esa mañana, una jornada agobiante.

Sólo fue cuestión de pocos días para que, entre corridas, gritos y expediciones por el denominado Valle de los Guanacos, los recién llegados tomaran apropiación del territorio. Medido a tiro de arcabuz y trote de caballo, el espacio infinito que la naturaleza proveía, se fundó, con toda la pompa de alzamiento de rollo, lectura de actas por el escribano de la expedición, y los golpes mímicos de espada del capitán de la misma, la bosquejada Ciudad de Mendoza Nuevo Valle de la Rioja, como pomposamente se le denominó al polvoriento campamento.

La ceremonia sólo fue interrumpida por las moscas que, en esa jornada de marzo, complicaban el mantenimiento del protocolo, rondando molestas por las sudorosas barbas foráneas.

Lo que los instrumentos protocolares y las actas fundacionales de la expedición de Castillo no testimoniaron, fue el destino de las miles de almas nativas tras el reparto de solares y dotes reales. El del servicio personal en las encomiendas del valle devenido campo de explotación, o su movilización, en manada humana, encadenados unos a otros para evitar la fuga, hacia el otro lado de la cordillera, caminando en hilera, semidesnudos, y destinados, de llegar vivos, a las faenas en las haciendas de los cabecillas de la expedición.

No se consignó en los documentos, que la toma de posesión de los extensos espacios del reparto, hicieron tabla rasa con las organizaciones comunales existentes, algunas de las cuales, si sobrevivieron penosamente al genocidio, terminaron relegadas a la más mísera supervivencia en las periferias más inhóspitas del terruño.

Todo esto, recalquemos, no fue asentado en actas por los escribas de Castillo, tampoco por los de Jufré, llegado al año siguiente para la refundación del poblado. Luego, las actas del cabildo de los primeros años se extraviaron para siempre, vaya a saber debido a qué pujas de poder, las cuales, sin dudas, fueron muy lejanas a los intereses de la etnia, la cultura, las personas y el poblado primigenio, el huarpe millcayac. 

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