"Tierra de mujeres", la serie de enoturismo eco-cultural

Pablo Lacoste trae a colación, esta vez, a la serie "Tierra de mujeres", como ya lo hiciera con "Yellowstone" o "Café con aroma de mujer" para descubrir el potencial de las zonas rurales de Mendoza Este.

Pablo Lacoste

La serie Tierra de Mujeres, disponible en plataformas de streaming, además de entretener, entrega ideas y conceptos que ayuda a explicar los secretos de los nuevos destinos de turismo exclusivo, centrados en la identidad y el patrimonio cultural antes que en propuestas estandarizadas y afectadamente sofisticadas.

Tres mujeres de NYC, Gala (Eva Longoria), Kate y Julia, inesperadamente, tienen que trasladarse a Muga, un pueblito modesto de la España semiárida, dedicado al cultivo de la vid y la elaboración del vino con métodos tradicionales.

El impacto es atroz. La elegante newyorker camina por las polvorientas calles de Muga, con vestidos de alta costura, zapatos de taco alto y elegantes carry on. Se crea un contraste brutal: visitante urbano en medio de un ambiente rural. Pez fuera del agua.

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Muga es igual a cualquier pueblito rural sudamericano: San Carlos de Chapanay o Santa María de Oro en Mendoza Este; Curtiduría en el Maule; como Tulauen o Rapel en Limarí.

La arquitectura es tradicional y modesta, con piedra, ladrillo, teja y adobe. Arboles nativos. Calles de tierra. Gente común con ropa ordinaria.

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Todo parece horrible para las mujeres. Están fastidiadas y frustradas. Están allí por obligación, porque no les queda otra. Ese pueblo es todo lo contrario de lo que ellas consideran atractivo. Jamás hubieran ido allí voluntariamente. Solo quieren solucionar un problema y regresar pronto a NYC.

Gala se dobla el pie por los tacos. Kate reclama que el celular no tiene conexión. Y Julia refunfuña porque extraña a sus amigas. Todo mal. Se sienten como en una caverna oscura. Igual de incómodas que cualquier persona urbano-industrial en zona rural. En el marco de esa tensión, se desarrolla la acción.

Lentamente, sus ojos comienzan a adaptarse a la "oscuridad" relativa de su cultura citadina. Y poco a poco, recuperan la capacidad de leer la gramática del paisaje.

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La casa donde se alojan está libre de los diseños de moda estandarizados. Los muebles son artesanales, hechos a mano, por los carpinteros del lugar. Lo mismo las cortinas, el equipamiento de iluminación y calefacción. La calidez del ambiente les entibia el alma. Algo parecido ocurre cuando degustan la gastronomía local. El tomate tiene sabor a tomate. El durazno, curiosamente, huele y gusta a durazno. El vino no es una botella anónima de góndola: emana de las manos amorosas de las viticultoras de la cooperativa local.

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El contacto con los pobladores comienza en forma tensa y por momentos, agresiva. Pero a medida que permanencen, las tres newyorkers aprenden a escuchar, observar y pensar. Dejan caer barreras, e ingresa luz en sus almas. Logran reconocer que, detrás de la aparente simplicidad del pueblo, existe un legado, construido sabiamente, en forma humana. Muy humana. Con sus juegos y fiestas tradicionales. Con sus modales sin pulir, más auténticos, francos y encantadores.

En Muga, el corazón humano del territorio lo genera una cooperativa de mujeres viticultoras, como muchas otras: Fecovita en Mendoza; Loncomilla en Maule, Control en Limarí y Chilecito en La Rioja: personas que aman sus viñedos, los cuidan y nutren todos los días del año. Apasionadas de permanecer allí, a pesar de la baja rentabilidad, porque esa tarea representa la conexión con la vida, la comunidad y el universo.

En ese lugar, Gala, Kate y Julia se sienten conectadas consigo mismas.

Es como una metáfora de un proceso de liberación de las artificiales capas de plástico que envuelve la vida urbano-industrial a los grupos humanos para estandarizarlos en sus gustos, usos y costumbres. Liberados de esos envoltorios afectados y artificiosos, las tres mujeres protagonizan la reconexión con la vida, la belleza, el patrimonio natural y el paisaje cultural de la ruralidad.

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