El gran experimento
El divulgador científico Esteban Tablón inicia aquí un camino nuevo: deja sus cuentos para aquellos ávidos lectores de domingo. Imperdible debut con "El gran experimento".
Desde muy pequeño le interesó la Física. Y la Astronomía. Y todas las ciencias en realidad.
Logró superar el aburrimiento y superficialidad de la educación primaria y secundaria, básicamente porque no había mucho más que hacer en esos días.
Mucho más difícil fue la universidad, ya que estaba en la edad de las infinitas y apasionantes distracciones y descubrimientos de la juventud, pero un par de buenos profesores al año hacían que mantuviera el interés. Finalmente, rindió el ingreso en el prestigioso instituto Balseiro, y completó sus estudios en física atómica.
En realidad, nada le había costado demasiado, salvo relacionarse con las personas. Ese era, solía decir, el verdadero misterio del universo.
A veces el genio debe nacer en la época adecuada, a riesgo de pasar sin pena ni gloria por la vida, o peor, ser ridiculizado o hasta quemado en la hoguera por haberse adelantado un poco demás.
En este caso, la confluencia fue precisa. No sólo por el estado de física de partículas y la astrofísica, sino en particular por la aparición de las neurociencias, quizás el primer estudio realmente científico del cerebro, y más importante, de su principal propiedad emergente, el pensamiento. También estaba la corriente de pensamiento que, invirtiendo el enfoque tradicional del pensamiento occidental, somos seres sintientes que piensan, y no seres pensantes que sienten.
En su laboratorio de Astrofísica, ya en su carácter de jefe de departamento, tenía ciertas libertades. Se había empeñado en modelar una relación entre la activación de ciertos centros del cerebro y algunas variables inherentes a la física del universo.
Había una serie de coincidencias morfológicas a las que se resistía negarles todo sentido. Algunas nebulosas y la retina humana resultaban casi indistinguibles, la forma de una galaxia era idéntica a la de un caracol y, en la escala más salvaje, un nodo en los filamentos de cúmulos de galaxias era el calco de una microfotografía de la red neuronal de nuestro cerebro.
Otro misterio que lo inquietaba profundamente era por qué razón el universo a escala gigantesca, seguía leyes matemáticas que podían ser formuladas sin observación alguna. Y lo peor, en qué preciso momento, el universo causal y determinista que experimentamos desde que existimos como especie, deja de existir a nivel sub atómico. En otras palabras, ¿cuál puede ser la lógica subyacente en un universo que funciona de una manera en sus ladrillos constitutivos, y totalmente de otra forma a nivel macro?
Intuyó entonces, una noche solitaria, que quizás podría encontrar alguna correlación entre algunos de los patrones, que eran tan sospechosamente parecidos, y el ahora estudiable funcionamiento del cerebro humano, con el que a su vez estudiábamos e intentábamos entender ese universo.
Con la facilidad de la práctica, establecer correlaciones se le daba desde siempre, pergeñó el modelo general. En cuanto al gran universo, marcaría las tres o cuatro grandes eras, desde el Big Bang hasta la aparición de los primeros átomos simples, desde la era del hidrógeno hasta la aparición de átomos pesados en la primera generación de estrellas, luego la formación de galaxias y planetas, y finalmente, aunque muy escaso de datos por conocer un único caso de estudio, la aparición específica de planetas capaces de sostener el desarrollo de la vida y la conciencia.
Por el lado del cerebro, y el pensamiento, la elección no era tan evidente. ¿Seguiría las edades evolutivas de un ser individual en el lapso de su vida? ¿O la evolución de las especies hasta llegar al razonamiento en el lapso de evolución de la humanidad? No parecían caminos muy interesantes, era como un remedo de la gran escala de las cosas.
No, algo diferenciaba la lógica de la materia inanimada de la del sentir/pensar. En un destello de inspiración, decidió poner, al otro lado de las correlaciones, los patrones de activación del grupo de neuronas correspondientes a un estado de felicidad del individuo observado. La neurociencia había avanzado lo suficiente ya para marcar zonas del cerebro que se activan ante determinadas sensaciones, estímulos e inclusive estados de ánimo. Allí centraría la búsqueda
Lo más laborioso fue la construcción del modelo de datos, y la recopilación de información.
Cuando empezó a correr los análisis, la sorpresa era inevitable. Con el oficio de científico, desconfió de los resultados iniciales, repitió pruebas y criterios, forzó hipótesis hasta la ruptura, hizo todos los intentos en fin de cuestionar lo que sus ojos veían, pero no podían creer.
Resultó que la correlación más directa de un estado de felicidad de un individuo está dentro de su propio cerebro, remitido a otro estado de felicidad previo. Le pareció una tautología, pero al someter los resultados a un panel de filósofos, psicólogos y neurocientíficos, resultó que no lo era tanto, estaba marcando un apalancamiento de la felicidad actual con un estado similar ya registrado.
Al ampliar el estudio a muchos individuos, dudó mucho tiempo de los resultados. Aparecían correlaciones entre momentos de felicidad de personas separadas miles de kilómetros, y en entornos absolutamente inconexos.
Resignado, casi a punto de abandonar el proyecto, empezó a correr análisis respecto de los eventos de la historia del universo. Ante los primeros resultados, asustado, dejó el trabajo por casi un año, por primera vez en su vida temeroso de un descubrimiento.
Debe ser un error, pensó. Uno típico, encontrar una correlación que uno mismo introdujo en el diseño mismo de la investigación.
Convocó expertos en datos, y en astrofísica, pero no había error de prediseño detectable. Las conclusiones eran perfectamente válidas
Un estado de felicidad individual se apalancaba, coincidía causalmente con otros estados experimentados previamente. Si los individuos eran muchos, las correlaciones convergían, se hacían más fuertes, como si estuvieran sintonizados
Yendo para atrás y para atrás, resultó que esos estados de felicidad de la humanidad, se podría decir, tenían correlación, se apalancaban, casi se originaban en la aparición de los primeros restos fósiles, vamos, en la aparición de la vida. La correlación era tan fuerte que daba vértigo. Se podía formular que ningún estado de felicidad era posible que existiera, si no se remitía al de otras personas, que a su vez se remitía a la aparición de la vida en la tierra.
Inaceptable, pensó. Voy a ampliar los datos y la potencia de los análisis. Tuvo tiempo para arrepentirse.
Resultó que la correlación se mantenía, y se hacía aún más fuerte, si entraba en la ecuación matemática el momento preciso de la aparición de los átomos de carbono y hierro que nos forman, millones de años atrás en el pasado.
Imposible, pensó, me faltan datos, potencia de análisis, detección de errores. Había publicado los resultados de las etapas uno y dos en revistas especializadas. Para su sorpresa, los muy técnicos artículos fueron recogidos por la prensa en general. El impacto en las redes sociales fue inmediato y absolutamente viral. El proyecto ya se había transformado en una causa mundial. Las nuevas hipótesis, sus conclusiones y debates sobre su interpretación aparecían en primera plana de todo el mundo y en todas la redes y foros como el Proyecto Felicidad. La única ventaja era que ahora disponía de recursos virtualmente ilimitados.
Con lecturas tomadas de los cerebros de casi todo habitante de la tierra, y hasta el mínimo detalle de los resultados de observaciones de todos los telescopios de la tierra y del Hubble, las sondas Voyager, satélites, misiones a Marte y los planetas, más los detalles de todo experimento realizado en cada acelerador de partículas del mundo, cargó su modelo y preparó el estudio de correlaciones mas complejo, variado y enorme de la historia humana.
La expectativa era casi insoportable. El mundo se detuvo.
Los debates eran furiosos e irreductibles. La felicidad NO podía estar fundamentada en la conexión con un evento anterior, de manera alguna, y mucho menos con eventos cósmicos meramente materiales, básicos, atómicos, energéticos, incluso cuánticos, ocurridos hace miles de millones de años.
El resultado fue lapidario, exacto en ochenta y cuatro decimales. Cada momento de felicidad se relacionaba, en una cadena ininterrumpida e indubitable, con el preciso momento del Big Bang. A la milésima de segundo, sin error de tiempo y espacio medible. Ese misterioso punto de menor entropía de la historia del universo. Según la segunda ley de la termodinámica, la única ley física que incluye una flecha del tiempo -toda otra ley es independiente de la flecha temporal, valdrían en uno u otro sentido-, el universo no ha hecho sino degradar su medida del orden desde ese momento inicial, y todo tiende a un mayor desorden, inevitablemente, siempre.
¿Cómo podía ser esto? Se preguntó. Lentamente, fue entendiéndolo. En ese punto original, en el que todo el universo, todo lo que iba a ser alguna vez, estaba concentrado, unido. En realidad, quita el aliento. En potencia cada posible estrella, cada posible mundo, cada posible civilización, vida, conciencia estaba allí. Todo unido, compartiendo un simple punto primigenio.
¿Y la felicidad humana como se conecta con ello? Una leve similitud asomó a su pensamiento. Al expandirse el universo, inicialmente en la gran inflación, y luego al majestuoso, inmenso arrobador universo al que la humanidad se asoma en los albores de su conciencia y la aventura del conocimiento, en ese proceso de expansión, empezó la inexorable decadencia. El nacimiento de una estrella implicaba el colapso de la posible existencia de otras miles, que ya no serían. A la formación de un sistema planetario, miles de otros, antes posibles, se esfumaban en la inexistencia eterna. Esto era cierto para cada átomo, para cada mundo, para cada galaxia. También para lo que éstas contenían. Incluidas la vida y la conciencia. Nunca más fue posible la plenitud, la felicidad. Llevamos dentro, en nuestra esencia, el conocimiento, el enorme peso, de todo lo que no fue, ni será. Y así seguiría para siempre, cada vez mas atomizados, cada vez más lejos de aquel estado de entropía mínima jamás recuperable, aquel estado de plenitud completa.
Ahora entendía. No era un principio religioso, ni ético, ni virtuoso. Era simplemente físico. Los breves momentos de felicidad eran aquellos en los que lográbamos intuir, o conectarnos, con aquel momento de sublime felicidad total. En términos científicos, de la mínima entropía que nunca volvería a existir.
Quizás, pensó, era posible recuperar aquella sensación, ya que no a nivel material, a nivel conciencia cósmica. Es que la felicidad no era ya la conexión. Con el otro, con los otros, con la naturaleza, con la galaxia, con el cosmos. No. Quizás, nunca nos habíamos separado. Sólo habíamos intentado construir un ego -individual- a partir de creernos firmemente que había distancia entre nosotros. En realidad, solo estábamos bien cuando lográbamos percibir, no que había que conectarnos, sino que lo estábamos desde hace quince mil millones de años.