Nuevo papa, vieja cruzada
La mirada crítica sobre el rol de la Iglesia, que rompe con el tsunami de percepciones en torno al nuevo Papa, León XIV. Escribe Carlos Lombardi.
El nuevo papa León XIV, al explicar su elección de nombre en homenaje a León XIII, sostuvo que, así como Rerum novarum abordó la "cuestión social" en el contexto de la primera revolución industrial, hoy la Iglesia ofrece a todos su "patrimonio" de doctrina social para enfrentar los desafíos que surgen del mundo, incluido el de la inteligencia artificial. A primera vista, el gesto parece moderno, progresista, atento al cambio de época. Sin embargo, cuando se examinan los antecedentes históricos y doctrinales de la llamada Doctrina Social de la Iglesia (DSI), la operación resulta menos renovadora de lo que aparenta.
En una nota publicada años atrás, titulada "Doctrina Social de la Iglesia: una ideología" (http://sintapujos.org/2013/07/14/doctrina-social-de-la-iglesia-una-ideologia-por-carlos-lombardi/ ), sostuvimos que la DSI no constituye una doctrina neutral o universal, sino que responde a una cosmovisión clerical, que busca modelar el orden social desde una perspectiva teológica específica, subordinando los derechos y libertades de las personas al marco dogmático del catolicismo romano. En esa nota, se advertía que la Iglesia ha convertido históricamente a su doctrina social en una herramienta de poder cultural, político e institucional, que busca contener - y no acompañar - las transformaciones sociales. Así, lo que se presenta como un conjunto de principios éticos es, en verdad, una ideología con pretensión de totalidad, que no reconoce la legitimidad de otras fuentes de sentido fuera del magisterio eclesiástico.
León XIII y León XIV.
Desde esta perspectiva, el gesto de León XIV no es inocente: reivindicar Rerum novarum es ratificar una mirada jerárquica, paternalista y antiemancipadora, que condenó el socialismo, la lucha obrera y la huelga, mientras proponía una suerte de "armonía social" fundada en el deber de obediencia de los trabajadores y la caridad de los patrones. Hoy, esa misma matriz doctrinal se proyecta sobre los debates éticos y tecnológicos del siglo XXI, con el mismo espíritu de tutela y control sobre el pensamiento humano.
A partir de esta lectura, vale la pena revisar tres aspectos centrales del discurso papal, que reproducen viejos vicios de la DSI bajo nuevas formas.
1. El intento de abarcar a la humanidad desde un pensamiento clerical
Uno de los rasgos más problemáticos del discurso papal es la pretensión de universalidad del pensamiento eclesial, como si la Iglesia Católica poseyera una voz autorizada - e incluso privilegiada - para hablar en nombre de "la humanidad". Esta lógica aparece claramente en las palabras de León XIV, cuando señala que la Doctrina Social de la Iglesia es un "patrimonio" ofrecido a todos, no sólo a los católicos. En ese "todos" se condensa una idea peligrosamente totalizante: la negación de la pluralidad legítima de cosmovisiones, religiones, filosofías y sistemas de valores que conviven en el mundo contemporáneo.
Tal como advertimos, la DSI se presenta como una respuesta ética superior a los conflictos del mundo moderno, cuando en realidad es una construcción ideológica profundamente arraigada en la visión clerical del orden social. No es un pensamiento dialogante, sino una propuesta cerrada que se estructura sobre el principio de que sólo desde Dios (el Dios católico) puede ordenarse adecuadamente la vida humana.
La cuestión es crucial: al no asumir su carácter confesional, la Doctrina Social de la Iglesia se disfraza de propuesta ética universal, cuando en realidad es una construcción teológica y eclesiocéntrica. Y desde allí pretende regular el trabajo, la economía, la política, la cultura, e incluso los avances tecnológicos como la inteligencia artificial. Así, bajo el ropaje del "diálogo con el mundo", el clero católico busca reinstalar su papel de guía moral de la humanidad, sin aceptar que la moral no necesita tutela religiosa para existir.
En efecto, la guía moral de las personas debe provenir de ellas mismas, en el marco de una conciencia autónoma y responsable, y no de la obediencia a una autoridad externa. Desde una concepción kantiana - retomada por el filósofo argentino/español Augusto Klappenbach -, la moral verdadera exige autonomía, no subordinación. Como señala este autor:
"El pensador alemán sostiene que toda moral que no se fundamente en la decisión autónoma, libre y responsable del ser humano se reduce a obedecer normas impuestas desde fuera y carece de valor ético. Y eso, aun cuando el origen de tales normas sea un mandato divino. Dicho en otras palabras: la mera obediencia a los mandamientos de Dios no implica ningún mérito moral. Los valores morales, para ser auténticos, deben surgir de una decisión autónoma del hombre y no de la obediencia a un mandato externo, cualquiera que sea su origen. Y en este sentido la moral es anterior a la religión: aunque Dios no existiera, los deberes morales no perderían nada de su fuerza" (Relativismo papal, en www.atrio.org/2011/09/relativismo-papal/ ).
Esta diferencia es clave para desenmascarar el fondo autoritario del moralismo clerical: una ética basada en la obediencia no es ética, es adoctrinamiento. Y por eso, la pretensión de universalidad del Vaticano no es un aporte a la moral pública, sino una regresión a formas premodernas de dominación religiosa.
La filósofa francesa Catherine Kintzler, defensora del laicismo republicano, advirtió este mecanismo en las religiones institucionalizadas que no dialogan con la modernidad, sino que intentan absorberla (Qu'est-ce que la laïcité ? Vrin, 2007). Algo similar señaló Claude Lefort cuando describía el totalitarismo como la negación de la diferencia, la anulación del conflicto y de la multiplicidad de voces que caracteriza a las democracias (L'invention démocratique: Les limites de la domination totalitaire. Fayard, 1981). En ese sentido, la universalidad que proclama la Iglesia no es inclusiva, sino expansiva; no es pluralista, sino absorbente.
Por eso, cuando la Iglesia habla para todos, en realidad está hablando desde sí y para sí, como si el mundo debiera volver al redil de una autoridad moral centralizada. En ese gesto está la marca de un pensamiento clerical que nunca abandonó del todo su vocación imperial.
2. La apropiación del derecho y la falacia del "orden natural"
A esta operación ideológica se suma otra aún más problemática: la pretensión de que los derechos de los trabajadores tienen su fundamento último en el "derecho natural", entendido según la teología moral católica. Esta afirmación no es menor. Es la que permite al Vaticano colocarse como intérprete privilegiado de esos derechos, bajo la idea de que sólo quien reconoce el orden natural creado por el Dios católico puede comprender la justicia verdadera.
Pero esta visión es tan limitada como peligrosa. En realidad, los derechos de los trabajadores - como los derechos humanos en general - no derivan de un orden trascendente ni preexistente, sino que emergen de la experiencia histórica concreta de los pueblos, de sus luchas, de sus necesidades insatisfechas, de sus sufrimientos colectivos y de sus conquistas políticas.
Reducir esos procesos al plano de una moral natural revelada por Dios es vaciar de contenido histórico, conflictivo y emancipador al derecho, y al mismo tiempo, recentralizar la interpretación ética en manos del clero. Es una forma de expropiar la historia social para convertirla en doctrina.
Como bien señaló Norberto Bobbio (El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991), "los derechos no nacen todos de una vez, ni de una vez para siempre; nacen cuando deben o pueden nacer". Los derechos no existen en la naturaleza; se construyen socialmente. No son preceptos eternos, sino respuestas normativas a contextos históricos específicos. En ese sentido, invocar el "derecho natural" es, muchas veces, una forma de clausurar el debate, congelar la evolución y legitimar estructuras jerárquicas.
Esta estrategia se apoya también en viejas encíclicas como Immortale Dei (1885) y Libertas (1888), donde León XIII dejó formulada la tesis más peligrosa de su doctrina política: que la autoridad civil sólo es legítima si se funda en la ley divina. Esta idea -citada aún hoy sin pudor en medios confesionales católicos - constituye un rechazo explícito a la soberanía popular, a la autonomía del derecho y a la separación entre Iglesia y Estado. Desde esta perspectiva, la democracia moderna sería ilegítima si no reconoce un fundamento religioso trascendente, lo cual equivale a negar el pluralismo, el constitucionalismo laico y la libertad de conciencia.
Ese planteo no sólo es anacrónico; es directamente incompatible con el orden democrático contemporáneo, que no necesita de fundamentos religiosos para ser justo, válido ni legítimo. Pretender que toda autoridad civil derive su fuerza de una "ley divina" es, en última instancia, reivindicar una forma de teocracia moral disfrazada de doctrina social.
Por eso, cuando la Iglesia afirma que su Doctrina Social se basa en principios universales del derecho natural, lo que en realidad está haciendo es imponer una visión particular, confesional y moralizante sobre procesos que son y deben seguir siendo políticos, democráticos y disputables.
3. El disfraz del "buenismo" y la ideología clerical encubierta
Una de las estrategias más eficaces y persistentes de la Iglesia Católica - particularmente desde el Concilio Vaticano II en adelante - ha sido el uso de un lenguaje amable, moralizante y aparentemente universal, que presenta sus intervenciones como llamadas a la justicia, la paz y la dignidad. Este "buenismo clerical" no es ingenuo ni neutral: funciona como vehículo de una ideología que busca conservar el lugar de la Iglesia como árbitro ético y tutor espiritual de la humanidad.
En el caso de la Doctrina Social de la Iglesia, esta estrategia se expresa a través de conceptos como bien común, dignidad de la persona, justicia social, solidaridad o subsidiariedad. Todos ellos parecen compatibles con valores democráticos, pero en realidad están formulados desde una matriz teológica cerrada, que no admite fuentes autónomas de normatividad. Detrás del tono conciliador, hay una estructura de pensamiento vertical, donde la Iglesia interpreta, define y transmite el sentido profundo de esos valores. Es decir: se presenta como garante de la ética, incluso en contextos seculares y pluralistas.
Lo más preocupante es que esta moralización clerical no se presenta como una alternativa entre otras, sino como "la" ética verdadera, universal, natural y obligatoria. Por eso, aunque se diga defensora del diálogo, la Iglesia Católica no participa en condiciones de igualdad en los debates sociales, sino que se coloca por encima, como si estuviera dotada de una autoridad ética que el resto de las posiciones no tiene.
Esto es lo que permite a León XIV - al igual que a sus predecesores - hablar sobre inteligencia artificial, bioética, economía o política sin ningún límite autoimpuesto, como si los saberes técnicos, científicos, jurídicos o democráticos necesitaran una validación moral clerical. Es el retorno de un viejo hábito imperial: el Vaticano como conciencia moral del mundo.
Pero lo que el discurso eclesiástico llama "diálogo", no siempre lo es. La retórica del bien común y de la dignidad humana no debe engañarnos: es un instrumento para reinsertar el dogma religioso en la vida pública, bajo la forma de un consenso ético que en realidad no fue discutido, ni elegido, ni construido por todos.
Como advirtió Jürgen Habermas, si las religiones quieren participar en el espacio público de las democracias modernas, deben "traducir" sus razones confesionales en lenguaje secular, de modo que puedan ser aceptadas por todos, creyentes o no. La Iglesia Católica, en cambio, se resiste a esa traducción: mantiene su lenguaje propio y pretende que los demás lo acepten como fundamento ético común. Es decir, no entra al foro público como un actor más, sino como árbitro del sentido:
"Los ciudadanos religiosos pueden participar en la formación de la voluntad política, siempre que acepten la posibilidad de que sus convicciones religiosas deban ser traducidas a un lenguaje secular antes de ser introducidas en la esfera pública política" (Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, Barcelona, Paidós, 2008, p. 147).
Ese es el núcleo autoritario del "buenismo clerical": no es una propuesta, sino una imposición disfrazada de bondad. Y cuando se disfraza con solemnidad, encíclicas, caridad y citas latinas, es aún más eficaz como forma de dominación simbólica.
Esta resistencia a la traducción no es anecdótica, sino estructural: revela la vocación clerical de hablar por todos sin rendir cuentas a nadie.
Nuevo papa, vieja cruzada. Cambian los nombres, las sonrisas, los estilos comunicacionales y hasta los temas - de la cuestión obrera a la inteligencia artificial -, pero el impulso sigue siendo el mismo: colonizar el espacio público con una moral religiosa que se presenta como universal, pero que responde a la lógica del poder clerical.
León XIV no es una novedad. Es la reedición de una vieja pretensión: la de que la humanidad necesita ser guiada por la Iglesia para no perderse, como si millones de personas no creyentes - o creyentes de otras tradiciones - fueran menores de edad morales, incapaces de discernir el bien sin un catecismo. Es la idea profundamente anacrónica de que la democracia necesita del dogma, la política del púlpito, y el pensamiento crítico del imprimátur.
¿Tiene sentido seguir aceptando que una institución dogmática se arrogue el derecho de definir lo que nos hace dignos?