Dolarizar: un cambio de paradigma

El próximo 24 de noviembre será presentado el libro "Dolarizar, un camino hacia la estabilidad económica", de Alfredo Romano. Un mes antes, Memo abre el debate e invita a sumarse. Anticipamos aquí el prólogo que escribió el analista Sergio Berensztein para el volumen.

Sergio Berensztein

Luego de casi de medio siglo de enormes frustraciones, incluyendo varios defaults de la deuda; dos décadas de estancamiento con inflación (la de 1980-90 y 2011-2021); agudo incremento de la pobreza y la marginalidad; debates estériles sobre las consecuencias de los problemas estructurales que, lejos de resolver, profundizamos; agotamiento de recetas y discursos que fracasaron en el pasado y que, curiosamente, algunos todavía creen que podrían funcionar si se persiste en el tiempo o, mejor aún, si se aumentan las dosis; y en el contexto de un clima de pesadumbre, hartazgo y pesimismo que explica la huida de empresas y la estampida de talento y creatividad que estamos experimentando, Argentina necesita un cambio de paradigma. En este tiempo, desaprovechamos las múltiples oportunidades que se nos presentaron como nación: precios de nuestras exportaciones inusualmente favorables, períodos con financiamiento internacional muy barato, propuestas de integración comercial mediante mecanismos de cooperación claramente beneficiosos para todos sus miembros, más un largo etcétera.

En efecto, dejamos pasar el tren del progreso, del desarrollo y de la prosperidad demasiadas veces, sin siquiera hacer autocrítica, sin advertir las consecuencias de corto, mediano y largo plazo de semejantes desaciertos. Todo ocurría como si finalmente las cosas se fueran a arreglar casi por arte de magia. Argentina se percibía más rica que sus vecinos, diferente en términos de recursos humanos y naturales: contábamos con una autoestima seguramente sobredimensionada, pero que no nos permitía advertir cabalmente los errores (horrores) que como sociedad veníamos repitiendo. Tal vez por haber experimentado un ciclo de rápido crecimiento entre finales del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX; por haber alcanzado un umbral de desarrollo envidiable en una etapa muy convulsionada para la mayoría de los países que hoy consideramos modelo; por la calidad de una educación pública que constituyó el pilar fundamental de un poderoso mecanismo de movilidad social ascendente que permitió conformar una sociedad con una enorme clase media, dinámica y exigente, conflictiva y vivaz; por todo eso (más algunos hitos sorprendentes en términos de las artes y las ciencias, del deporte y la cultura, más individuales que colectivos), predominaba una sensación de que semejante derroche no tendría eventualmente consecuencias demasiado negativas. Esa vieja imagen de "tirar manteca al techo", originada en la época dorada del modelo agroexportador, hace exactamente un siglo, sintetiza de algún modo esa actitud una tanto desaprensiva, incluso algo petulante, respecto de la riqueza real y potencial que a pesar de todo continuaba conservando Argentina.

Es entonces evidente que esta suerte de autopercepción de fortaleza relativa y de posibilidades prácticamente ilimitadas respecto del futuro se convirtieron en una trampa que impidió una evaluación más realista y descarnada del impacto y de los costos agregados de tantas equivocaciones, de tantos errores no forzados. Es posible que un monitoreo más exhaustivo y gradual de las sucesivas experiencias negativas que nos trajeron hasta acá, con un mayor compromiso y vocación por debatir los temas más importantes de la agenda pública de forma rigurosa y objetiva, hubiera generado alarmas tempranas, para de ese modo evitar que el precio final sea tan exorbitante. Sería ideal que la sociedad civil cuente en el futuro con organizaciones independientes capaces de evaluar y medir el impacto de las principales políticas públicas, tanto a nivel federal como provincial y municipal. Es cierto que hubo y aún hay algunos individuos y grupos que, trabajando de forma seria y responsable, criticaron, debatieron y elaboraron propuestas muy valiosas. Lamentablemente no tuvieron la repercusión y la influencia que hubiese sido necesaria para mejorar a tiempo la calidad de las políticas públicas en general y de las económicas en particular. También es justo reconocer que hubo experiencias, como en los 1990s, donde parecía que el país finalmente había encontrado el rumbo de la estabilidad y el crecimiento, pero que terminaron en gigantescas desilusiones, al margen del costo social que generaban y otros condicionantes de orden ético.

¿Qué piensan los mendocinos sobre dolarizar la economía?

Lo cierto es que es enorme el contraste entre aquella mirada jactanciosa y prepotente frente al pesimismo y la desesperanza que predominan en la actualidad. Como una profecía autocumplida, en la medida en que estamos expulsando a nuestros mejores emprendedores, a profesionales exitosos, a familias enteras que prefieren enfrentar el dolor del desarraigo y el desafío de la adaptación a un entorno ajeno, con valores y costumbres diferentes, es evidente que los peores escenarios podrían eventualmente volverse realidad. Hoy predominan mecanismos de movilidad social descendente: aquella clase media pujante y vigorosa teme ahora caer en la pobreza y no recuperarse más. Más aún, aquel país que recibía millones de inmigrantes de las regiones más diversas y los integraba rápidamente como agentes económicos e incluso también como ciudadanos plenos hoy se está convirtiendo en un país de emigrantes que dejan su hogar, sus afectos y su cultura con tal de lograr un piso mínimo de seguridad material, previsibilidad y tranquilidad.

¿Qué significa entonces un "cambio de paradigma"? ¿Cómo concretar en la práctica semejante transformación? En primer lugar, es fundamental destacar que, a pesar de la penosa situación actual y de los descomunales problemas que hemos acumulado, un logro para nada menor es que estamos a punto de cumplir cuatro décadas de vida democrática plena. Argentina nunca había alcanzado semejante éxito: para un país con una historia político-institucional caracterizada por la inestabilidad y las regresiones autoritarias, constituye un umbral trascendente si el sistema político se propone encarar por fin objetivos transformacionales y demuestra capacidad de implementarlos. Hasta ahora, tenemos un conjunto de instituciones y prácticas políticas que, en perspectiva histórica y comparada, pueden definirse como una democracia consolidada. Sin embargo, es preciso señalar que este sistema resiliente y con claros signos de estabilidad, no logra resolver cuestiones elementales de la agenda ciudadana; muchos menos, abordar desafíos más ambiciosos que permitan resolver problemas estructurales. La meta más importante consiste en que este sistema logre alcanzar consensos sobre lo que deberíamos hacer para revertir la frustración imperante: sin acuerdos fundamentales entre los principales actores políticos, económicos y sociales, ningún cambio habrá de perdurar. Y la única forma de soldar esos pactos intergeneracionales a lo largo del tiempo es mediante un compromiso, que implica un proceso de negociación entre dichos actores y donde se distribuyan los costos y eventuales beneficios que genere el nuevo esquema de políticas públicas (es decir, el paradigma) a ser implementado.

En segundo lugar, una vez definido el cómo (un genuino proceso de deliberación democrática mediante acuerdos transparentes y sustentables) y los quiénes (los principales actores económicos, políticos y sociales a través de mecanismos de representación de intereses y de las instituciones previstas en la Constitución, sobre todo el Congreso), resulta vital establecer las metas concretas y los instrumentos para alcanzarlos. Es decir, los "qué". ¿Es posible generar mucha más riqueza y distribuirla de forma eficiente manteniendo un piso de igualdad que garantice la autonomía ciudadana a la vez que reforzamos los incentivos para mejorar la competitividad y la productividad? ¿Cuánto mercado y cuánto Estado queremos y podemos tener? Dilucidar estos interrogantes y fijar objetivos cuanti y cualitativos para evaluar el impacto de las políticas a ser implementadas constituyen pasos fundamentales, pero no alcanza con eso. Se trata de una condición necesaria pero no suficiente. Además, debemos sin duda discutir el método que habremos de usar y la velocidad de ejecución. ¿Queremos hacerlo de forma rápida, recuperando el tiempo perdido, tratando de alcanzar lo antes posible la senda de la prosperidad? Por el contrario, ¿preferimos encarar esta nueva etapa de manera más prudente, gradual, parsimoniosa ("paso a paso")? En otras palabras, ¿está la sociedad argentina dispuesta a hacer los sacrificios necesarios para revertir esta inercia destructiva mediante una política de "shock" o, en su defecto, preferimos el "gradualismo"? ¿Es acaso cierto que avanzar más lento implica menos sacrificio?

Video: Argumentos a favor y consecuencias negativas de dolarizar la economía

Si estuviésemos dispuestos a una gran transformación, a tomar riesgos, a meternos en una dinámica de cambio estructural para integrarnos lo más rápido y mejor posible en la economía global, Alfredo Romano nos ofrece en este estimulante libro una persuasiva y completa alternativa: la dolarización. Se trata de un trabajo muy bien pensado y excelentemente plasmado en un texto que fluye con rapidez y que permite que el lector pueda responder las inevitables preguntas que aparecen ante dicha iniciativa. Entre ellas: ¿es acaso el sistema ideal para Argentina? Si no pudimos sostener el régimen de Convertibilidad luego de una década de vigencia (1991-2001), ¿podremos tener la disciplina, el coraje y el compromiso para meternos en una dinámica que exigiría sacrificio, una modernización rápida y efectiva, en suma, cambios muy profundos, algunos de ellos traumáticos?

Alfredo Romano responde la mayoría de estos interrogantes. El libro está dividido en dos partes. Comienza con un diagnóstico de "la debacle argentina", un análisis inclemente y descarnado de este largo período de reversión de nuestro desarrollo económico y social. Dedica un capítulo entero a explicar el eje conceptual de toda la obra: sin moneda no tenemos economía; y otro a analizar un tema que se ha puesto recientemente en boga: el bimonetarismo. Asimismo, Romano examina a fondo la cuestión inflacionaria, explica el papel del Fondo Monetario Internacional y la necesidad de alcanzar consensos básicos para una nueva política, la dolarización, dado el fracaso de todas las opciones hasta ahora utilizadas. En la segunda parte, el autor despliega su argumento de manera lúcida y persuasiva. Afirma que la dolarización es mucho más que un plan estrictamente monetario, pues obliga también a revisar la cuestión fiscal y sobre todo el papel del Banco Central. En su exposición, no le escapa al debate, respondiendo a los principales cuestionamientos que usualmente se hacen y aceptando que, en efecto, la dolarización implicaría costos y acotaría el margen de acción en contextos recesivos y de iliquidez global. Romano también estudia dos casos muy paradigmáticos, los de Ecuador y Estonia, señalando algunos de los errores que convendría sin duda evitar. Luego enfatiza los beneficios que traería para toda la sociedad, incluyendo precisamente un cambio de paradigma en términos de nuestra vida cotidiana. El libro finaliza con una propuesta concreta de cómo dolarizar que sin duda puede servir como borrador conceptual para quien en efecto pretenda avanzar en este sentido.

Este libro está destinado a alimentar el debate que el país necesita para salir de su perenne y frustrante crisis. Especialistas con mucha más sabiduría y comprensión de los aspectos estrictamente económicos de una eventual dolarización podrán criticar, comentar y elaborar cuestiones que a este observador se le escapan. Pero desde el punto de vista político-estratégico hay al menos cuatro aspectos que me gustaría señalar. Dos de ellos tienen que ver con el sistema internacional y la revolución tecnológica. Otros dos, con las condiciones iniciales y algunas potenciales resistencias ideológicas que al menos ex ante convierten en anti intuitiva una eventual dolarización.

El sistema internacional viene hace tiempo experimentando un proceso de transformación caracterizado por el lento eclipse del liderazgo de los Estados Unidos que parece configurar un mundo apolar: sin potencias hegemónicas predominantes, con disímiles focos de poder influyendo regional e internacionalmente en función de las diferentes dimensiones que se consideren (económica, financiera, militar, tecnológica, cultural, demográfica, etc.). En efecto, incluso mucho antes del simbólico y controversial retiro de tropas en Afganistán, con el arrasador triunfo talibán luego de dos décadas de infructuosos esfuerzos por construir un orden político pro Occidental, era evidente que Estados Unidos venía perdiendo influencia fundamentalmente frente a la irrupción de China como nueva potencia emergente. Pero no se restringía a eso: fracasos militares y de política exterior como los de Siria y Libia; la incapacidad para contener las pretensiones neo imperiales de la Rusia de Putin; y las ambigüedades y titubeos frente al desarrollo nuclear tanto de Irán como de Corea del Norte, entre otros ejemplos, ponían de manifiesto las enormes restricciones que en la práctica encontraba Washington para consolidar su papel como actor hegemónico. A eso se le sumó el giro parcialmente aislacionista que implicó el triunfo de Donald Trump, que desdibujó aún más la presencia y el prestigio de su país, con la parcial excepción de los denominados "acuerdos de Abraham". En este contexto, es necesario plantear el siguiente interrogante: teniendo en cuenta esta dinámica y la importancia que China tiene y seguramente profundizará como socio comercial de Argentina, teniendo en cuenta la complementariedad existente, ¿tiene acaso sentido adoptar como propia la moneda de un país potencialmente declinante? ¿Qué costos deberíamos pagar si, por ejemplo, la confirmación de esta tendencia implicara una gradual desdolarización del comercio y las finanzas internacionales, como ocurrió hace un siglo con la libra esterlina? ¿Existe alguna forma de minimizar los riesgos y acentuar el impacto positivo de adoptar el dólar?

Por qué el dólar debe ser la moneda argentina: llega el libro de Alfredo Romano

Esto nos lleva al segundo punto, que tiene que ver con el avance de las criptomonedas. Si estamos dispuestos a un salto relevante en materia de innovación, ¿no deberíamos acaso considerar las nuevas tecnologías, como blockchain, que entre otras cosas permitiría ampliar drásticamente la base de tributación al "blanquear" todas las transacciones de la economía? Muchos bancos centrales del mundo, incluyendo la propia Reserva Federal, están considerando adoptar en el futuro esta clase de tecnologías. De hecho, Estados como Wyoming acaba de hacerlo. ¿Podría acaso diseñarse una criptomoneda "a medida" de la estructura del comercio exterior del país, de forma tal de minimizar el impacto que podría tener, por ejemplo, una sobre valuación temporal del dólar, con una "canasta de monedas" que pondere el origen de las importaciones y el destino de las exportaciones, a revisar de forma periódica para reflejar eventuales cambios? En un contexto en el que muchos observadores sostienen que las presiones inflacionarias son inevitables, ¿cuál sería el impacto de una política monetaria restrictiva por parte de la FED, como ocurrió a comienzos de la década de 1980? ¿Qué consecuencias tendría, por ejemplo, en materia de competitividad?

En relación a las condiciones iniciales para implementar un plan económico fundado en la idea de dolarizar la economía, existe una profusa literatura sobre planes de estabilización y reforma estructural que, en síntesis, sugiere que las crisis agudas suelen ser coyunturas particularmente propicias puesto que suelen atenuar las resistencias y la consecuente capacidad de veto de actores o grupos de interés que perciben que perderían poder económico y político en un contexto más estable, con la economía más abierta, etcétera. Por el contrario, ante la presencia de opciones de política menos audaces, aunque los beneficios potenciales sean más acotados, por lo general los políticos que tienen responsabilidad de gobierno prefieren apostar por alternativas menos innovadoras. Aplica aquí el famoso dicho: "más vale malo conocido que bueno por conocer". ¿Debemos entonces esperar que haya otra crisis económica aguda más? ¿Necesitamos otra ronda de devaluaciones, pérdida adicional del poder de compra del salario e incremento de la pobreza y la marginalidad, para encontrar finalmente las condiciones requeridas a los efectos de implementar un programa económico superador como puede ser la dolarización? Aquí es importante el sentido de urgencia que prevalezca en el conjunto de la clase política. Si en efecto predomina un ánimo conservador, la dolarización no tendría el consenso imprescindible. Si, por el contrario, impera un diagnóstico diferente, que plantee que el costo de oportunidad de volver a fracasar con programas relativamente más cautelosos puede ser muy alto y comprometer incluso la legitimidad del sistema democrático (más allá de un gobierno o un partido), las chances de avanzar con un plan más audaz e innovador sin duda aumentarían. Muchos apuntan al papel del liderazgo en estos contextos críticos. En este sentido, volviendo al punto antes desarrollado, más allá de personas o líderes particulares, mi opinión es que la clave aquí es la conformación de un consenso amplio que amplíe la base de sustentación que requiere un programa de grandes transformaciones más allá de un período de gobierno o mucho más aún de un líder o partido en particular.

Un último aspecto a considerar tiene que ver con las restricciones ideológicas que un segmento de la sociedad y del arco político puede tener en relación a la dolarización. En particular, es fundamental tener en cuenta que Argentina se ha caracterizado históricamente por tener altos niveles de antinorteamericanismo. Esto no tiene solamente que ver con el auge del populismo a partir de mediados del siglo pasado, sino que incluso antes, y en particular en núcleos de élite, también había un favoritismo hacia otras potencias dominantes (Inglaterra, Francia y Alemania en particular). ¿Podría un país con semejante acervo ideológico-cultural ser lo suficiente pragmático y permeable como para tomar al dólar como la moneda de curso legal? Es cierto, como sostiene el autor, que los argentinos ya elegimos a la moneda norteamericana para ahorrar, proteger nuestro patrimonio y hacer transacciones de bienes durables, sobre todo propiedades y automotores. Esto no solamente predomina entre los sectores acomodados, sino que permea también en los sectores populares. Es decir que de alguna manera este aspecto del debate quedaría saldado. Sin embargo, quiero enfatizar aquí el componente simbólico, no material e incluso en algún sentido emocional que puede permear un cambio de política tan significativo. Si en efecto es visto como una cuestión que implica en la práctica una pérdida de soberanía o un acto de "entreguismo" frente a una potencia extranjera, esta cuestión podría entonces caer no sólo dentro de la denominada "grieta" que fragmenta en la actualidad al país, sino incluso podría derivar en un debate político inflamado, incluyendo movilizaciones populares y hasta acciones judiciales. En este sentido, quienes busquen impulsar un proyecto tan ambicioso como transformacional no deben descuidar los aspectos comunicacionales, intangibles e imaginarios que, dado los antecedentes ideológicos que tenemos, podrían constituir un obstáculo de relevancia.

Es finalmente importante destacar que esta excelente contribución de Alfredo Romano pone de manifiesto que la sociedad civil argentina sigue siendo una fuente inagotable de talento, ideas innovadoras y propuestas provocativas. A pesar de tantos sinsabores, del tiempo perdido en discusiones estériles y del dolor que a muchos nos genera ver a la Argentina metida en un laberinto destructivo aparentemente sin salida, aportes como este constituyen un halo de esperanza y aire fresco: nos obligan a seguir confiando que tenemos los recursos humanos e intelectuales para revertir esta penosa situación y poner por fin al país en la senda de un desarrollo dinámico, equitativo y sustentable que fortalezca la democracia y garantice la libertad.

Esta nota habla de:
Despidos de estatales: ¿qué opinás?