Los ganadores y los perdedores: un libro sobre el mérito y la meritocracia

Está abierto el debate sobre el mérito y la meritocracia, con más de una arista, a juzgar por las discusiones que se están dando. De Michael Sandel a Marcelino Iglesias y las columnas publicadas por Memo, todo un tema que podés consultar desde aquí.

Memo

El filósofo Michael J. Sandel publicó un ensayo en el que apuesta por recuperar la dignidad del trabajo que las élites le quitaron a las clases trabajadoras. Sandel es profesor de Filosofía Política en la Universidad de Harvard. Su último libro publicado en español es 'La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?' (Debate, 2020). Y sale a la luz aquí luego de que el presidente Alberto Fernández, de visita en San Juan, despotricara justamente contra la meritocracia y, en consecuencia, el intendente de Guaymallén, Marcelino Iglesias, lanzara un posteo que se volvió viral en defensa del mérito.

La discusión no es un asunto central para la vida de las personas, pero sí es una gran discusión en torno a cómo decidimos vivir nuestra vida y valoramos las de los demás. Sin embargo, pueden distinguirse ramificaciones en torno a qué se considera meritocrático y cuáles los méritos a analizar, que hacen más variada e interesante la alineación de los participantes del debate: los hay mezclados en todos los lados de todas las grietas.

Memo publicó hace algunas semanas un primer disparador en torno al tema, que estuvo a cargo de Marcelo Puertas, abogado mendocino y polemista. Se llamó "Mérito" y originó las respuestas de Juan Zelaya con su columna "La ilusión meritocrática" y de Martín Rodríguez Candiotti, con "Sobre el mérito". Puertas no se amilanó y retrucó: "Mérito e igualdad de oportunidades". Este domingo, Guillermo Mosso sumó: "Los méritos del presidente Fernámdez".

El tema, sin embargo, parece trascender realidades, fronteras e idiomas y convoca a la polémica en varios puntos, al menos, de Occidente, para situarlo en el globo.

Una ilustración sobre la meritocracia publicada por The New York Times.

En España, Héctor Barnés, columnista de El Confidencial, explicó por qué cree que se está hablando de esto, al menos en su país: "Lo que articula todo ello es un septiembre de retorno al trabajo (al teletrabajo, pero también a la oficina) en el que ya nadie sabe muy bien qué hace o por qué lo hace. Desde el desencanto al desborde, aún estoy por encontrar a alguien que esté afrontando el curso de la pandemia con ánimo. Los que están hechos polvo física o anímicamente porque presienten que su descomposición en átomos está próxima. Los otros, los afortunados, porque se han dado cuenta de que en mitad de una pandemia nadie necesita de verdad un experto en 'marketing', y que de hecho todo iría mejor si no existiesen".

Arlie Russell Hochschild escribió la semana pasada sobre el libro en cuestión y su tema central en The New York Times algunos otros disparadores de contexto.

Escribió: "En una clase de matemáticas de octavo grado en Pacific Palisades Junior High a fines de la década de 1960, el maestro de Michael J. Sandel sentó a los estudiantes en un orden preciso de acuerdo con sus calificaciones (...) 'Normalmente me trasladaba entre el segundo escritorio y el cuarto o quinto', recuerda Sandel, y a los 14 años, 'pensé que así era como funcionaba la escuela'".

Sandel.

De allí que la periodista haya escrito que "'La tiranía del mérito' es como una respuesta brillante a ese profesor de matemáticas equivocado pero bien intencionado desde el punto de vista, por así decirlo, de un niño en algún asiento de la última fila de cualquier salón de clases en un Rust Belt, un pueblo de la pradera o un interior escuela de la ciudad en América. ¿Qué nos dicen las calificaciones y los grados, pregunta Sandel, sobre la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, orgullosos y humillados, confiados y suspicaces, oponentes y devotos de Donald Trump?", se preguntó, además.

Y definió: "Algunos han llamado a Sandel un 'moralista estrella de rock'. Sin guitarra ni camisa brillante, el profesor de filosofía de Harvard, de tono suave pero contundente, ha llenado la Catedral de St. Paul en Londres, la Ópera de Sydney en Australia y un estadio al aire libre de 14.000 asientos en Seúl, Corea del Sur".

Para agregar luego que "una razón, quizás, es que muchos de nosotros necesitamos lo que él hace tan bien: ayudarnos a lidiar con las preguntas inesperadas e incómodas que nos presenta la historia. ¿Está bien que los padres traten de tener un hijo genéticamente perfecto ('El caso en contra de la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética')? ¿Está bien pagarle a su hijo para que lea ('Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales de los mercados')? Ahora, en su nuevo libro, pregunta: ¿Está bien afirmar que nuestras buenas calificaciones y títulos son obra nuestra, de modo que debemos poco o nada a cambio?".

¿Qué dice Sandel en su libro? Primero, una breve explicación gráfica en video, pero está en inglés (amerita haber aprendido ese idioma). Pero no te vayás: después viene un capítulo en español

Un capítulo del libro de Sandel

En qué se equivocan los progresistas: el timo de la meritocracia

Los resentimientos populistas que sacuden la política estadounidense tienen su origen en los agravios laborales. Pero esos agravios van más allá de la pérdida de empleos y el estancamiento salarial. El "trabajo" no sólo es una cuestión económica, sino también cultural. Las personas que la globalización ha dejado atrás no sólo se han esforzado mientras otros prosperaban; también sienten que el trabajo que llevan a cabo ya no es una fuente de reconocimiento social.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970, quienes carecían de titulación universitaria podían encontrar un buen trabajo que les permitiera mantener a su familia y llevar una vida cómoda de clase media. Hoy en día, eso es mucho más difícil. En las últimas cuatro décadas, la diferencia de ingresos entre los graduados de secundaria y los universitarios, lo que los economistas llaman la "prima universitaria", se ha multiplicado por dos.

La globalización proporcionó cuantiosas ganancias a quienes contaban con buenas credenciales -los triunfadores de la meritocracia- pero no aportó nada a la mayoría de los trabajadores. Si bien la productividad fue en aumento, los trabajadores cosechaban una parte cada vez menor de lo que producían. Aunque la renta per cápita de los Estados Unidos ha aumentado en un 85% desde 1979, los hombres blancos sin titulación universitaria superior ganan menos ahora, en términos reales, de lo que ganaban entonces.

Los hombres blancos sin titulación universitaria superior ganan menos ahora, en términos reales, de lo que ganaban en 1979

La era de la meritocracia también ha infligido un perjuicio más insidioso: la erosión de la dignidad del trabajo. La puesta en valor de quienes obtienen buenos resultados en los exámenes normalizados y van a la universidad supone un menosprecio implícito de quienes no tienen tales credenciales, pues ello indica que el trabajo que realizan, menos valorado por el mercado que el de los profesionales, contribuye en menor medida al bien común.

Ese modo de pensar sobre quién merece qué obedece a dos tendencias conexas. Una es la selección por méritos que, en las últimas décadas, ha hecho que un título universitario superior obtenido tras haber cursado un plan de estudios de cuatro años de duración sea una condición casi indispensable para tener oportunidades y éxito. La otra es la versión neoliberal, orientada al mercado de la globalización, que adoptaron los principales partidos de centro-derecha y centro-izquierda a partir de la década de 1980. Con independencia de que la globalización generara una enorme desigualdad, esas dos perspectivas -la meritocrática y la neoliberal- socavaron la dignidad del trabajo, alimentando el resentimiento de los trabajadores hacia las élites y provocando una reacción política.

Michael Young, que acuñó el término meritocracia a finales de la década de 1950 y lo utilizó en sentido peyorativo, observó cuatro decenios más tarde: "En una sociedad que valora tanto el mérito es realmente duro que los demás consideren que uno carece de mérito. Nunca antes se había dejado a las clases bajas moralmente tan desprotegidas".

La condescendencia de las élites

En 2016, los varones blancos de clase trabajadora sin titulación universitaria votaron abrumadoramente a favor de Donald Trump. El atractivo de su política de agravios indica que estaban enfadados por algo más que por las dificultades económicas. Una de las razones por las que los analistas y los políticos convencionales quedaron conmocionados ante la elección de Trump es que no tuvieron en cuenta la evidente cultura de la condescendencia de las élites. Esa cultura obedece, en gran medida, al proyecto de selección por méritos y a la desigualdad generada por la globalización impulsada por el mercado, si bien se expresa en todos los ámbitos de la vida de los estadounidenses. En las telecomedias, los padres de familia de clase trabajadora, como Archie Bunker en 'Todo en familia' y Homer Simpson en 'Los Simpson', son en su mayoría bufones inútiles y tontos. Joan Williams, profesora del Hastings College of Law de San Francisco, ha denunciado lo que ella denomina el "desconocimiento de la clase" entre los progresistas. En un libro publicado en 2016 titulado 'Extraños en su propia tierra', la socióloga Arlie Russell Hochschild expresó el descontento de la clase trabajadora: "Uno no se reconoce a sí mismo en la forma en que los demás lo ven. Cuesta mucho sentir que a uno lo ven y lo respetan".

Cualquier respuesta seria a las frustraciones de la clase trabajadora ha de combatir la condescendencia y los prejuicios basados en las credenciales. También debe situar la dignidad del trabajo en el centro de los programas políticos. Reflexionar sobre el significado del trabajo obligaría a los estadounidenses a hacer frente a cuestiones morales y políticas que de otra manera eludiríamos: ¿qué es lo que se considera contribuir al bien común?; ¿qué nos debemos los unos a los otros como ciudadanos?

El debate sobre la dignidad del trabajo requiere que nos preguntemos si los salarios del mercado son una verdadera medida del valor social que se concede a los distintos trabajos. Según la concepción consumista del bien común, la respuesta es que sí. Esa concepción, bien conocida por los responsables de la política económica, define el bien común como la suma de las preferencias e intereses de toda la población. Según ese criterio, el bien común se alcanza potenciando al máximo el bienestar del consumidor, normalmente por medio de un fuerte crecimiento económico. Si el bien común consiste meramente en satisfacer las preferencias de los consumidores, entonces los salarios del mercado son una medida adecuada para determinar quién ha contribuido a qué, y se supone que quienes ganan más dinero hacen la contribución más valiosa al producir bienes y servicios que los consumidores desean.

El bien común requiere reflexionar de manera crítica sobre nuestras preferencias, y deliberar sobre cómo crear una sociedad justa y buena

Ahora bien ese no es el único enfoque del bien común. Lo que podría considerarse una concepción cívica rechaza esta idea consumista. Según ese criterio, el bien común no consiste sencillamente en acumular preferencias o en conseguir el máximo bienestar de los consumidores. Tampoco puede alcanzarse únicamente mediante la actividad económica. Requiere reflexionar de manera crítica sobre nuestras preferencias, y deliberar con nuestros conciudadanos sobre cómo crear una sociedad justa y buena.

La concepción cívica también propone una forma concreta de concebir el trabajo, según la cual la función más importante que desempeñamos en la economía no es la de consumidores, sino la de productores. Como productores desarrollamos y utilizamos nuesta capacidad para ofrecer bienes y servicios que atiendan las necesidades de nuestros conciudadanos y garanticen el reconocimiento de la sociedad. El verdadero valor de nuestra contribución no puede medirse por el salario que recibimos, sino que depende de la importancia moral y cívica de los fines a los que servimos con nuestro esfuerzo.

Las dos carreras de Walter White

Consideremos las dos carreras profesionales de Walter White, el profesor de química de secundaria que se convirtió en un magnate de la metanfetamina en la serie de televisión 'Breaking Bad'. Cuando White abandonó el aula para aplicar sus conocimientos a la fabricación de una versión muy valorada de la metanfetamina, empezó a ganar mucho más dinero que el modesto sueldo que había recibido como profesor. Pero eso no significa que elaborar metanfetamina sea una contribución más valiosa para la sociedad que enseñar en una escuela de secundaria. El mercado no puede determinar quién contribuye en mayor medida al bien común; ello exige un discernimiento moral que deben dilucidar y decidir los ciudadanos según criterios democráticos. Probablemente la pandemia del coronavirus ha modificado la percepción de muchos estadounidenses con respecto a quién hace la contribución más importante. Ahora bien, esos "trabajadores esenciales" de los que dependemos se encuentran entre los miembros de la sociedad peor pagados.

La idea de que, en última instancia, la política económica está al servicio del consumo está tan arraigada que nos cuesta concebir la manera de superar esa concepción. "El consumo es el único fin y propósito de toda producción", declaró Adam Smith en 'La Riqueza de las Naciones'. John Maynard Keynes se hizo eco de Smith. La mayoría de los economistas contemporáneos están de acuerdo. Sin embargo, existe una antigua tradición de pensamiento moral y político que sostiene lo contrario. Aristóteles defendía que el progreso humano depende de la realización de nuestra naturaleza mediante el cultivo y el ejercicio de nuestras habilidades. La tradición republicana estadounidense enseñaba que determinadas ocupaciones -en primer lugar, la agricultura, en segundo, el trabajo artesanal y por último, las profesiones libres entendidas en sentido amplio- fomentan las virtudes que capacitan a los ciudadanos para el autogobierno.

En el siglo XX, la ética de la producción de la tradición republicana fue dando paso paulatinamente a nociones consumistas de la libertad y a una economía política del crecimiento económico. Sin embargo, la idea de que el trabajo aglutina a los ciudadanos en una red de contribuciones y reconocimiento mutuo no desapareció. Martin Luther King Jr. la invocó cuando se dirigió a los trabajadores sanitarios en huelga en 1968, horas antes de ser asesinado. "La persona que recoge nuestra basura es, a fin de cuentas, tan importante como el médico", dijo King, "pues si no hiciera su trabajo, las enfermedades proliferarían. Todo trabajo es digno".

La persona que recoge nuestra basura es, a fin de cuentas, tan importante como el médico pues, sin ella, las enfermedades proliferarían

La idea de que somos más humanos cuando contribuimos al bien común y, con ello, nos ganamos la estima de nuestros conciudadanos, se extiende desde Aristóteles hasta Martin Luther King y la doctrina social católica. Según esa concepción, aspiramos, ante todo, a ser necesarios para las personas con quienes convivimos. La dignidad del trabajo consiste, pues, en el ejercicio de nuestra capacidad para responder a esas necesidades.

Una economía política a la que únicamente preocupe el tamaño y la distribución del PIB socava la dignidad del trabajo y empobrece la vida cívica. Robert F. Kennedy, que fue candidato a la presidencia en 1968, entendió esto: "La fraternidad, el espíritu de comunidad y el patriotismo son valores fundamentales de nuestra civilización que no provienen solamente de la compra y el consumo de bienes en común." Más bien proceden, añadió, del tipo de trabajo que permite a una persona decir: "Yo contribuí a construir este país. He participado en sus grandes empresas públicas."

El abandono de los progresistas

Hoy en día, son pocos los políticos que hablan así. Los progresistas han abandonado en gran medida la política de lo comunitario, el patriotismo y la dignidad del trabajo y, en su lugar, ofrecen un discurso que propugna el ascenso. A quienes se preocupaban por el estancamiento salarial, la externalización, la desigualdad y la pérdida de su empleo a causa de los inmigrantes y los robots, las élites gobernantes ofrecieron un sólido consejo: id a la universidad. Equipaos para competir y triunfar en la economía globalizada. Lo que ganéis dependerá de lo que aprendáis. Si lo intentáis, podéis conseguirlo.

Ese era un idealismo propio de una época meritocrática impulsada por el mercado. Halagaba a los ganadores e insultaba a los perdedores. En 2016, su tiempo ya había pasado.

Desde un punto de vista superficial, la dignidad del trabajo no es un concepto problemático. Nadie se opone a esa idea. Se utiliza como recurso retórico para apoyar posiciones políticas habituales. En la derecha, hay quienes han invocado la dignidad del trabajo como argumento para hacer recortes en el estado de bienestar, alegando que ello dificultaría la vida de los ociosos y los destetaría de la dependencia. Sonny Perdue, secretario de agricultura de Donald Trump, hizo explícita esa conexión, cuando afirmó que reducir el acceso a los bonos para alimentos "devuelve la dignidad del trabajo a un segmento considerable de la población". Por su parte, los progresistas han respondido a un enfoque unívoco sobre el modo de optimizar el PIB promoviendo una mayor justicia distributiva; más equitativa con un acceso más amplio a los frutos del crecimiento económico.

Pero lo que muchos trabajadores desean aún más es una mayor justicia contributiva; la posibilidad de obtener el reconocimiento y la estima social que conlleva producir lo que otros necesitan y valoran.

En estos tiempos en los que reina una profunda polarización, en los que un gran número de trabajadores se sienten relegados y menospreciados, y en los que necesitamos desesperadamente fuentes de cohesión social y de solidaridad, lo lógico sería que una declaración más firme en favor de la dignidad del trabajo ocupara un lugar destacado en la argumentación política dominante. Sin embargo, no es así.

Un programa político que se tomara en serio la justicia contributiva suscitaría cuestiones incómodas para liberales y conservadores

Un programa político que se tomara en serio la justicia contributiva suscitaría cuestiones incómodas para los progresistas y para los conservadores. Pondría en tela de juicio la premisa que defienden quienes están a favor de una globalización impulsada por el mercado, a saber, que los resultados del mercado reflejan el verdadero valor social de la contribución de cada persona. Un programa que se tomara en serio la justicia contributiva requeriría un debate público sobre lo que realmente se considera una contribución valiosa al bien común y sobre los casos en que el veredicto del mercado es erróneo. Si bien no sería una conversación fácil, pues el bien común es un concepto controvertido, un debate renovado sobre la dignidad del trabajo desbarataría nuestra autosatisfacción partidista y aportaría vigor moral a nuestro discurso público. En un momento en que los cierres provocados por la pandemia han puesto el foco en todas partes en los trabajadores esenciales que antes nadie veía, es el momento de tener ese debate.

Consideremos, a modo de ilustración, dos versiones de un programa político centrado en la dignidad del trabajo -una conservadora y otra progresista - y la necesidad de cuestionar los resultados del mercado para poder reafirmarlo. La primera procede de un asesor político del republicano Mitt Romney de su campaña presidencial de 2012. En su libro titulado 'The Once and Future Worker', Oren Cass ofrece una serie de propuestas relacionadas con los agravios que Trump aprovechó, pero no logró resolver. Cass sostiene que apoyar la dignidad del trabajo en los Estados Unidos requiere que los republicanos renuncien a su adhesión ortodoxa al libre mercado. En lugar de promover que se recorten los impuestos a las empresas y el libre comercio sin restricciones con la esperanza de aumentar el PIB, los republicanos deberían centrarse en políticas que permitan a los trabajadores encontrar un empleo suficientemente bien remunerado como para mantener una familia y una comunidad fuertes. Cas mantiene que para que una sociedad sea buena eso es más importante que el crecimiento económico.

Propuestas

Una de las políticas que propone son los subsidios salariales para trabajadores con ingresos bajos, una medida que difícilmente puede considerarse republicana. La idea es que el gobierno conceda un suplemento salarial por cada hora trabajada por un empleado con ingresos bajos, con arreglo a una tasa salarial mínima por hora. El subsidio salarial es, en cierto modo, lo opuesto a un impuesto sobre la nómina. En lugar de deducir cierta cantidad de los ingresos de cada trabajador, el gobierno añadiría una cantidad determinada. En este caso, el mecanismo puede ser distributivo, pero su fundamento está firmemente arraigado en la idea de la justicia contributiva.

En lugar de deducir cierta cantidad de los ingresos de cada trabajador, el gobierno añadiría una cantidad determinada

Ese enfoque se hizo explícito en la propuesta para conceder subsidios salariales aprobada en varios países europeos cuando la pandemia provocada por el coronavirus les obligó a cerrar su economía. En lugar de ofrecer un seguro de desempleo a los trabajadores que perdieron sus puestos de trabajo, como hizo el gobierno de Estados Unidos, Gran Bretaña, Dinamarca y los Países Bajos, asumieron entre el 75 % y el 90 % de los salarios de las empresas que no despidieron a sus empleados. Ello permitió a los empleadores mantener a los trabajadores en nómina y envió una señal muy clara que reconocía el valor de los trabajadores y la dignidad del trabajo. La estrategia de Estados Unidos puede haber compensado una parte de los salarios perdidos, pero eso ha sido todo.

Un segundo enfoque orientado a renovar la dignidad del trabajo, que tiene más posibilidades de resonar con la política progresista, pondría de relieve el papel cada vez mayor que desempeñan las finanzas. En Estados Unidos, la participación del sector financiero en el PIB casi se ha triplicado desde el decenio de 1950. En 2008, representaba más del 30 por ciento de los beneficios societarios. Los empleados de esta industria ganan un 70 % más que los trabajadores con cualificaciones similares de otros sectores. Ello no sería un problema si toda esa actividad financiera fuera productiva, si aumentara la capacidad de la economía para producir bienes y servicios valiosos. Pero ese no ha sido el caso. Adair Turner, presidente de la Autoridad de Servicios Financieros de Gran Bretaña, estima que en economías avanzadas como la de Estados Unidos y el Reino Unido, únicamente el 15 % de los flujos financieros se destinan a nuevas empresas productivas en lugar de a la especulación con activos existentes o sofisticados productos derivados. El auge de las finanzas ofrece quizás el ejemplo más claro en una economía moderna del desfase entre lo que el mercado recompensa y lo que realmente contribuye al bien común.

Una forma radical sería eliminar el impuesto sobre la renta y gravar, en su lugar, el consumo, la riqueza y las transacciones financieras

La crisis financiera de 2008 atrajo poderosamente la atención de la población hacia este sector. El debate consiguiente se centró principalmente en las condiciones del rescate de los contribuyentes y en cómo reformar Wall Street. Se pasaron por alto en gran medida las consecuencias morales y sociales de las finanzas modernas. Un programa político que reconociera la dignidad del trabajo utilizaría el sistema tributario para reconfigurar la economía y asentarla en el reconocimiento, desalentando la especulación y honrando el trabajo productivo. Una forma radical de hacerlo sería reducir o incluso eliminar el impuesto sobre la nómina y aumentar los ingresos, gravando, en su lugar, el consumo, la riqueza y las transacciones financieras. Un modesto paso en esa dirección consistiría en reducir el impuesto sobre la nómina y compensar la pérdida de ingresos con un impuesto sobre las transacciones financieras de alta velocidad, que aportan poco valor a la economía real.

Una vez más, el mecanismo es distributivo, pero el fundamento y el mensaje es contributivo. La tributación no es sólo una forma de aumentar los ingresos, sino también una forma de expresar los valores de una sociedad. El aspecto moral de la política tributaria es bien conocido. Normalmente se argumenta sobre la equidad de los impuestos, es decir, si este o aquel impuesto afectará más a los ricos o a los pobres. Pero la dimensión expresiva de los impuestos va más allá de los debates sobre equidad y llega hasta los juicios morales que hace la sociedad sobre qué actividades son dignas de ser honradas y reconocidas, y cuáles deben ser desalentadas.

Las propuestas que he citado no son soluciones en sí mismas, sino ilustraciones de lo que significaría reorientar nuestro debate sobre el trabajo hacia una ética contributiva que considere el trabajo como un ámbito de reconocimiento social. La renovación de la dignidad del trabajo requiere que nos enfrentemos a las cuestiones morales que subyacen a nuestros acuerdos económicos: no sólo qué tipo de trabajos son dignos de reconocimiento y estima, sino también lo que nos debemos unos a otros como ciudadanos. Ambas cosas están relacionadas. No podemos determinar lo que es una contribución digna de ser reconocida sin deliberar sobre el propósito y los fines de nuestra vida en común. Y no podemos deliberar sobre el propósito y los fines comunes sin considerarnos miembros de una comunidad con la que estamos en deuda. Ese sentido de deuda nos permitiría afirmar que estamos todos juntos en esto, no como un conjuro ritual en tiempos de crisis, sino como un principio que guía nuestra vida cotidiana.


*Este artículo recientemente publicado en The Atlantic recoge un extracto del nuevo libro de Michael Sandel, 'La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común?' (Editorial Debate, 2020). Sandel, premio princesa de Asturias de Ciencias Sociales y uno de los filósofos más prestigiosos de nuestra época, sostiene que para superar las crisis que asedian nuestras sociedades hemos de repensar las ideas de éxito y fracaso que han acompañado la globalización y el aumento de la desigualdad. La meritocracia genera una complacencia nociva entre los ganadores e impone una sentencia muy dura sobre los perdedores. Sandel defiende otra manera de pensar el éxito, más atenta al papel de la suerte, más acorde con una ética de la humildad y la solidaridad y más reivindicativa de la dignidad del trabajo. Con esos mimbres morales, La tiranía del mérito presenta una visión esperanzadora de una nueva política centrada por fin en el bien común.

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