Un arcano infierno cuyano

Un relato de ficción histórica sobre el terremoto de Mendoza del 20 de marzo de 1861, por Matías Edgardo Pascualotto, autor de "Las políticas hídricas y el proceso constitucional de Mendoza".

Matías Pascualotto

Arrodillado, con la cabeza baja, los brazos flexionados y las manos juntas tocando la barbilla, repetía sin pausas las fórmulas de su liturgia, rumiando en su cabeza el obsesivo dato que se mezclaba con los alaridos, los pedidos de clemencia y la humareda que se levantaba en los incendios que emanaban las ruinas.

La ciudad, hace rato en pie, lucía ahora como un monte de muerte, repleta de cavernas barrosa formadas por las otrora paredes de los edificios. Uno que otro palo de las mamposterías se levantaba hacia el cielo, aún envuelto en las penumbras de la noche, como el velamen de un viejo galeón abandonado a los fantasmas.

Las corridas y los gritos de las improvisadas guardias, que impartían órdenes y disparaban uno que otro tiro contra la rapiña emergente, sacaba al orante de esas abstracciones dantescas, las cuales retomaba su cabeza a los segundos, cuando las voces se alejaban, y solo quedaban nuevamente los gritos de la agonía, y los fuegos, los cuales escuchaba jadeando bajo el terror, aderezado sobre el telón de fondo de un denso polvo que inundaba las narices y raspaba las gargantas.

Y entre sus manos, sobre su sien, los datos de la obsesión. Lo leído en los documentos de sus estudios, en el convento que yacía ahora, literal, bajo sus pies de novicio. El dato de la fundación de la ciudad, el de ese 02 de marzo de 1561, el de la llegada del contingente de Castillo, el del primer asentamiento. Y en contraste macabro, este otro, el de esta otra fecha, ese actual 20 de marzo, pero de 1861, que en un cuasi anagrama numérico, una cuasi baraja irónica del destino, borraba el vestigio de los exactos tres siglos.

Como la fórmula casi perfecta de un castigo, de una maldición arrastrada por estas centurias en el alma misma de la aldea, que, esperando el dato certero, hubiera conjurado sus fuerzas desde las entrañas del infierno, sacudiéndolo todo.

Trescientos, el tres numerológico, el juego del destino, que, como un tablero de ajedrez a escala había dado por el suelo con todas las fichas en esta noche de espanto, para borrar todo y barajar de nuevo, acabando con los vestigios de la reina, esa otra reina que ya hacía casi medio siglo no reinaba en estos páramos.

Las obsesiones... los paganismos mezclados con la liturgia, y los números, emergían en su cabeza atolondrada por la pérdida, el naufragio y las rondas de la muerte, arrastrando las exactitudes de los dogmas y los tiempos.

Un par de lechuzas silvestres que sobrevolaban la zona, despiertas por el sacudón un par de horas antes, observaron al obseso, agazapado, sobre las ruinas, allá dónde las acequias ya inundaban todo, acabando con lo poco que el fuego de los candiles incendiarios no podían. Rezaba, rezaba y buscaba sus arcanas explicaciones a las coincidencias de los números en ese amanecer de marzo en el valle de los guanacos.

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