Máximo Arias y la niñez que supe disfrutar

La emoción de un lector de Memo, Eduardo Da Viá, al enfrentar su vida a la niñez retratada por el genial Máximo Arias.

Eduardo Da Viá

Máximo Arias.

Disculpe mi atrevimiento maestro, y hasta quizás mi pequeño delito, por cuanto esta foto está copiada de un original de su autoría que se conserva en el Espacio que la comunidad mendocina, con toda justicia, le ha dedicado en lo que fuera el hall de entrada al viejo Hospital Emilio Civit, Hospital Provincial u Hospital de Niños como se lo conocía comúnmente, a pesar de ser un Nosocomio con las cuatro grandes especialidades: Cirugía, Clínica Médica, Obstetricia y Pediatría, e inaugurado en 1907.

Ver su foto y retrotraerme a mi infancia fue instantáneo, por cuanto ambos, Maestro, usted y yo, por ser coetáneos, hemos vivido esas experiencias.

Con el tiempo usted habría de fotografiar magistralmente escenas como la de la imagen: niños pobres, zaparrastrosos pero inteligentes y diestros, se habían fabricado el Metegol de sus fantasías, que ellos seguramente lo veían como uno verdadero.

Mi destino en cambio me llevó a estudiar Medicina, y, precisamente en ese Hall, preñado hoy de sus obras, hacíamos Guardia Pediátrica cuando estudiantes de final de la carrera.

Cientos de pequeños pacientes por día, afectados por la misma pobreza que les estimuló el ingenio, pero enfermándolos de dolencias que nunca debieron padecer.

Entre usted y yo hay un puente por el que transcurren niños que serían fotografiados en uno de los extremos donde los esperaba munido de su cámara, y en el otro mis colegas y yo, apostados con la única arma de que disponíamos: la ciencia, intentando paliar las consecuencias del hambre, la desnudez y hasta la carencia de un hogar.

Dije al principio que me retrotraje a mi infancia, no porque haya padecido la tremenda injusticia de la pobreza, afortunadamente, sino porque si bien no faltaba confort en mi hogar, tampoco sobraba nada.

Por ello nos fabricábamos nuestros juguetes, a los que queríamos mucho más que algunos regalados o comprados por mis padres o mis familiares; muy pocos, porque siempre pedí que me regalaran libros, cuya lectura alternaba con los juegos callejeros, para transformarse a poco andar, en una verdadera pasión, que hoy, intacta y hasta quizás exacerbada, amortigua los efectos indeseables de la senescencia.

Tuve la suerte de hacerme de un gran amigo, allá por los 7 u 8 años de edad, hijo del carpintero del barrio, en cuyo taller, furtivamente, nos ingeniábamos para fabricar cupecitas como las de los ases del Turismo de Carretera, en pleno esplendor en esa época, hechas de madera y lata de tarros de duraznos al natural. Hasta teníamos un circuito, a la vera de las vías del entonces majestuoso Ferrocarril San Martín, en el cruce de Pueyrredón, calle en la que ambos amigos vivíamos a tres cuadras de esas paralelas que solo se juntan a la distancia.

Del mismo material: la madera de recortes, fabricábamos los Barquitos. Eran simples trozos pequeños de cuatro por un centímetro aproximadamente, que les aguzábamos los extremos para simular las proas de acorazados, destructores, submarinos y portaaviones. Recordemos que había finalizado la Segunda Guerra y estábamos influenciados por las imágenes de barcos y aviones de combate, que aparecían en las revistas de historietas en las noticias periodísticas, y en los episodios de las matinés en el cine Gran Oeste.

Nuestros mares eran las acequias, por las que transcurría agua clara, sin plásticos entonces inexistentes y con la conciencia ciudadana de no arrojar la basura de las impecables veredas, a esos humildes cauces que daban vida a la afamada arboleda mendocina.

El juego consistía en arrojar al agua los barquitos sostenidos en la palma de la mano de alguno de los competidores, allá, en la parte más alta de la cuadra, seguirlos a los largo del descendente recorrido, alentando cada uno al suyo y esperarlos en el otro extremo, antes de que fueran engullidos por el famoso sifón.

Bolitas, figuritas, trompos y barriletes o volantines como les llamábamos, caseros por cierto, completaban los juegos de cada grupo, que luego eran guardados celosamente, las bolitas en un frasco y las figuritas en una cajita oportunamente pedida a las respectivas madres junto con el trompo, y el volantín cuidadosamente colgado en el garaje con la consigna familiar de no tocar

Éramos pilotos de carrera, diestros marinos, hábiles quiñadores con la bolita de acero, discípulos de Franklin con los barriletes y temibles jugadores de figuritas con la ayuda de las imágenes de Labruna o Pescia.

A veces surgían disputas que no se dirimían con navajas o armas de fuego como lamentablemente ocurre hoy en las escuelas primarias argentinas y extranjeras; a lo sumo un par de puñetazos seguido de un sincero disculpame hermano, mañana nos vemos.

Ud. Máximo lo vivió, y los plasmó en imágenes, muchas de ellas tomadas en el desierto mendocino o en las viñas del oasis.

A pesar de los años transcurridos, los niños pobres de hoy, siguen ingeniándose para divertirse con elementos muy rudimentarios.

Hace unos años, recorriendo un carril por la zona de Luján, montado en mi bicicleta, cuyo manejo también aprendí de pequeño, tuve oportunidad de ver un cuadro por demás enternecedor; en el patio frontal de una humilde vivienda casi seguramente de contratista, con la viña y la montaña como majestuoso fondo, y las infaltables rositas mosqueta aferradas a la alambrada limítrofe con el carril. En ese espacioso predio de tierra, limpio y regado, seguramente a balde con agua de la acequia, se encontraban dos niños, a todas luces hermanitos, jugando con un simple cajón de los que se emplean para embalar manzanas, al que le habían atado una soga en uno de los extremos, de manera tal que el mayorcito tiraba de la misma haciendo las veces de caballo y cochero y trasladando a su hermano, orgulloso pasajero, sin ruedas mediante, a pura fuerza diría yo. Lo más impactante más allá del ingenio, era la expresión de felicidad de ambos protagonistas, seguramente transformados por el maravilloso pensamiento mágico infantil, en cochero y adinerado "Señor" respectivamente.

Ud. los vio Máximo y tuvo el tino de fotografiarlos, yo también los vi y me detuve a solazarme con el espectáculo de la creatividad y la alegría impulsadas por las carencias materiales de sus vidas, pero con la riqueza interior de la inocencia en sus almas impolutas.

Hoy los pobres niños juegan con pantallas y controles remotos; no han adquirido ni lo harán, habilidades y destreza manuales, ni menos aún desarrollarán la creatividad. Todo viene hecho y se maneja electrónicamente.

Ya hay niños adictos a la realidad virtual, cuando aún no conocen la realidad circundante.

En los niveles medio y alto de la sociedad, los niños son poli regalados varias veces al año: cumpleaños, día del niño, Papá Noel (importado), día de Reyes etc.

El entusiasmo por los regalos dura lo que demanda el quitarles la envoltura, y a seguir con el próximo. Con frecuencia, finalizada la frenética tarea, estallan en llanto y lo que es peor tienen ataques de cólera porque ninguno de los juguetes era el que él pidió.

Celulares, tabletas y todo tipo de pantallas encabezan la lista decidida por los irresponsables padres, haciendo caso omiso de las múltiples recomendaciones que desaconsejan el manejo de estas tecnologías a tan corta edad como año y medio por ejemplo.

Estoy convencido que son producto subconsciente del sentimiento de culpa por no dedicarles el tiempo que todo niño necesita.

No hay juguete que pueda remplazar el jugar media hora a la pelota con su papá o ayudándole a la mamá a confeccionarle un vestidito a la muñeca preferida.

Pobres niños.

Los que usted fotografió Máximo, que siguen existiendo y en expansión, a los que aprendimos a curar, o al menos eso intentábamos, en esa misma sala que hoy recuerda su magnífica obra, son muchas veces, a pesar de su pobreza, más felices que los paradojalmente pobres niños ricos rodeados de caros juguetes sin ningún contenido afectivo.

Me quedo con mi niñez, no por viejo sino por sabio y por ser médico y testigo de los desequilibrios mentales de la infancia, que hasta requieren con frecuencia ayuda psicológica profesional. Por cierto son afecciones casi exclusivas de los pobres niños de familias pudientes, incapaces de fabricarse un rudimentario metegol o un sulqui sin ruedas resultado de tareas conjuntas entre hermanos o amigos.

Actualmente estoy emulando su arte Maestro, publicando fotografías parecidas a las suyas, no propias sino tomadas de Internet, esas que denuncian hambre y abandono, en airada respuesta a las noticias superfluas de los medios locales, dedicadas a las obscenas manifestaciones de opulencia de los ricos mediáticos de nuestro país y del resto del mundo.

Figuran en mi Facebook.

Que siga disfrutando Máximo de la paz eterna que seguramente ha sabido conquistar a través de su obra ejemplar.

Eduardo Atilio Da Viá

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