Cuando la madre de Rosas salvó al General Paz

Un episodio de la historia que protagoniza Doña Agustina López de Rozas Ortiz, que trae al presente la historiadora Luciana Sabina.

Luciana Sabina

El 10 de mayo de 1831, durante el reconocimiento de un terreno, el General Paz fue atacado por un grupo de federales que balearon su caballo. El equino corcoveó y cayó. Pronto unos quince soldados estuvieron a su alrededor apuntándolo. "Todo fue obra de pocos instantes -señaló Paz en sus memorias-; todo pasó con la rapidez de un relámpago; el recuerdo que conservo de él se asemeja al de un pasado y desagradable sueño".

El general terminó a la grupa de un caballo siendo conducido a galope al campamento enemigo, con esa misma velocidad el país se hundía en los bríos dictatoriales de su enemigo: Juan Manuel Rosas.

Una vez capturado, partieron rumbo al campamento de Estanislao López y los captores hicieron un alto en medio del camino con el fin de tomar todas sus pertenencias y repartirlas entre ellos. "Uno tomó mis espuelas, otro el chaquetón, otro tenía mi florete desde antes, aquél se apoderó de mi gorra, dándome la suya, que era asquerosa; me preguntaron qué dinero traía, y aun me quitaron una bota, que en seguida me devolvieron, para buscar si había guardado dentro algunas onzas (...) quedé en mangas de camisa y tan sólo me dejaron el reloj por insinuación del que parecía mandar a los otros, porque dijo: "Dejémosle el reloj a este hombre, porque puede hacerle falta"; pero eso no era sino para tomarlo él después" (Paz, Memorias - Tomo III).

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Al grupo que lo captura se fueron sumando más hombres llegando a ser quinientos lo que entran con el precioso cautivo al campamento de Estanislao López. El caudillo lo recibió en el centro del mismo con dos sillas e insistió en que Paz utilizara la más cómoda, ocupando él aquella que carecía de respaldo. Alrededor de ambos hombres se formaron círculos sucesivos de gauchos y montoneros dispuestos a escuchar la charla. Es fácil imaginar a estos testigos, uno detrás del otro colocándose en puntas de pie para no perder detalle del encuentro. Los jefes quedaron a poca distancia, en las primeras filas. Entre ellos el general cautivo da a entender que se encontraba Bustos, pero es imposible pues el caudillo había muerto hacía nueve meses.

En el campamento se le propició un excelente trato, incluso López le dio su birlocho para descansar cómodamente. Pudo enviar algunas cartas, entre ellas una a su anciana madre para comentarle la angustiosa novedad. Comenzaron así ocho años de cautiverio, de los que pasó la primera mitad en Santa Fe y la siguiente en Luján, provincia de Buenos Aires.

Durante los primeros meses de encierro, estaba tan aburrido que solicitó la compañía de algún preso: "eligieron a un joven González, cordobés, a quién no conocía, el cuál carecía totalmente de educación y de una mediana elevación de sentimientos. Sin embargo me acompañó, y, por insignificante que fuese su sociedad, me sirvió de distracción: procuré atraer su atención a objetos útiles que pudieran instruirlo; quise aficionarlo a la lectura; pero todo fue imposible, y al fin se fastidió y tuvo la inconsecuencia de solicitar reservadamente que lo sacasen de mi lado para volver con sus compañeros, que estaban en un buque anclado en el río" (Paz, Memorias - Tomo III).

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Poco después contó con un ayudante y al recibir dinero de sus familiares, comenzó a pagar sus gastos en la cárcel, comprando mejores productos y alimentos de los que le facilitaba el Estado santafesino. Lo visitaban allegados a López, principalmente Cullen. En una oportunidad recibió a un joven masón que le ofreció escapar, pero Paz se negó.

En esta etapa su primer criado, de unos 15 años, intentó asesinarlo y el maltrato que sufrió por parte de sus carceleros fue moneda diaria. No le extrañaba, los creía aprendices de Estanislao López a quien despreciaba profundamente y considera un "gaucho solapado, rastrero e interesado".

Dedicó sus largas jornadas a la lectura, lamentando la escasez de libros en el país, corroboradas por las dificultades de su hermano para conseguirle ejemplares. Esto tampoco le extrañaba, pues este era un país en el que a nadie le interesaba leer. Entonces "para hacer menos tediosa mi ociosa soledad -narra en sus Memorias-, me propuse ocuparme de algún ejercicio mecánico, y me dediqué a hacer jaulas para pájaros y a tenerlos por compañeros; efectivamente, llegué en este arte a una tal cual perfección y logré tener una regular colección. Para mejorar las jaulas debí mucho a las lecciones de un brasilero fabricante de ellas, que me hacía centinela y que se complacía en dármelas" (Paz, Memorias - Tomo III).

Este tipo de episodios reflejan una de las características principales de su personalidad, la de un hombre dispuesto a aprender a lo largo de toda su vida.

Es sabido -aunque algunos historiadores se desvivan por ocultarlo- que el trato de Rosas hacia los aborígenes no fue el mejor, durante su cautiverio en Santa Fe, Paz observó que el que les propiciaba López era aún peor. Sin dejar de colocarnos en la época y la destrucción que provocaban los malones, la forma en que este gobernador tomaba represalias o castigaba a los nativos horrorizó al testigo cordobés. Comenta que en cierta oportunidad hacinó a cien indios en una celda, los fusiló a todos pero -a diferencia de Rosas que los hacía eliminar en grupo y de una vez- López los mandaba buscar de a tres cada día, matándolos a cuentagotas. Así, durante horas los carceleros buscaban convencerlos para que abandonaran sus celdas, pues se negaban sabiendo el destino que les esperaba. Dice Paz "era el espectáculo más aflígete los semblantes melancólicos de aquellos infelices salvajes, que muchas veces no llegaban a los dieciocho años, que con una crueldad sistemática se depositaban todas las mañanas en la Aduana, para llevarlos por la noche al matadero (...) hasta ahora me acuerdo con viva emoción de sus miradas amargas y penetrantes, único lenguaje que nos era permitido" (Paz, Memorias - Tomo III).

Mientras los ejecutaban podían escucharse las burlas y apuestas entre sus verdugos sobre la actitud que tendría cada víctima ante la muerte. En cierta ocasión, luego de degollarlos los tiraron en un río cercano, por este motivo la gente dejó de consumir pescado durante meses suponiendo que se habían alimentado de carne humana.

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Los espantosos episodios se sucedían ante la completa indiferencia de las clases altas y el aplauso de la plebe. Un día de abril de 1834 "el ayudante de Echagüe acababa de entrar al patio de la Aduana trayendo dos manos humanas, frescas aún (...) eran de un indio a quién habían muerto ese día, y las traía con el fingido pretexto de preguntar a las indias si conocían por las manos al que las había llevado en vida; el verdadero objeto era mortificar a las miserables con la certidumbre de que había sido muerto uno de los suyos. Con el mismo fin, vi otra vez pasear por el patio de la Aduana una cabeza que acababa de ser cortada a otro indio, que traía un joven por los cabellos, al que seguía una larga comitiva de muchachos".

Tras pasar varios años en manos de Estanislao López, Paz fue entregado a Rosas y trasladado a Luján. Allí vivió 5 años y se le permitió convivir con su esposa, que además era su sobrina.

Rosas lo trató con mayor consideración, comenzando por calmar su incertidumbre a través de una carta donde le aseguraba que no pensaba hacerlo fusilar. Venía de años de temores al respecto, pues sus carceleros santafesinos permanentemente insinuaban dicha posibilidad. El Restaurador demostró un gran interés por hacerlo sentir cómodo invitándolo a pedir lo que necesitara. El pedido de Paz fueron libros, ante lo cual se le requirió una lista de los que deseaba, recibiendo entre ellos la Ilíada.

En abril de 1839, Rosas liberó a Paz. Aunque en realidad siguió prisionero, pues tenía que vivir en Buenos Aires, cerca de la plaza principal y reportarse a diario con la policía.

En esta liberación, una pieza fundamental -al parecer- fue el accionar de la madre de Rosas. "Diré algo ahora sobre lo que pienso que ha influido para que éste no termine mis días -escribe Paz refiriéndose al gobernador de Buenos Aires-. Cuando mi madre fue a Santa Fe, me preguntó qué servicio había hecho yo a don León Rosas, padre del dictador, pues, encontrándose causalmente en una casa, de visita, con doña Agustina de Rosas y una o dos de sus dos hijas, éstas le dijeron que don León me debía un servicio que nunca olvidaría, y que deseaba vivamente las ocasiones de correspondérmelo" (Paz, Tomo III). Explica que el favor fue evitar que Don León fuese desterrado de Buenos Aires en el año 1829 al imponerse Lavalle. Continúa diciendo que al salir de la cárcel visito al general Mansilla y este le dijo "procure usted visitar a mi madre política pues me consta que le debe mucho", dicho general estaba casado con una hermana de Rosas. Infiere Paz que en gran medida fue la mano de Doña Agustina López de Rozas Ortiz la que detuvo a su hijo.


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