Escuchá y leé un capítulo del nuevo libro de Sacheri

"Lo mucho que te amé" se llama el nuevo libro del escritor Eduardo Sacheri, editado por Alfaguara. Compartimos un tramo para disfrutarlo juntos.

Lo mucho que te amé


Fragmento

1

El timbre suena puntual a las cinco de la tarde y Delfina salta de su silla y aplaude mientras da unos saltitos por el living. Mamá, Rosa y yo le hacemos gestos de que no sea escandalosa.

-Tu novio te va a escuchar -advierte mamá.

Mabel, para variar, menea la cabeza y nos desaprueba:

-¿Y qué problema hay si el novio la escucha?

-Que queda como una tarada, nena -responde Rosa.

-¿Una tarada por qué? ¿Por ponerse contenta?

Ernesto se mete en la conversación:

-¿Vos también aplaudías cuando yo tocaba el timbre?

La pregunta va dirigida a Rosa, su mujer, que se ruboriza y me mira a mí como si buscase ayuda.

-Por supuesto -es Mabel la que contesta-. ¿No ves cómo escucha tu voz, aún ahora, y todavía se le suben los colores de puro amor?

-Callate, nena -Rosa intenta disciplinar a Mabel desde su estatura de primogénita.

-Bueno, bueno -dice papá. Dos palabras, y el resto de la espera la hacemos en silencio.

Delfina vuelve desde la puerta de calle seguida por su novio. Con Rosa y Mabel intercambiamos apenas las miradas necesarias para entendernos. Sí, es alto como dijo que era. Sí, es buen mozo, más de lo que le concedíamos cuando nos lo describía. Sí, en principio nos gusta, pero tampoco estamos dispuestas a ponérsela tan fácil.

-Buenas tardes, señor. Manuel Rosales, un placer -dice el recién llegado mientras le tiende la mano a papá.

-José Fernández Mollé, encantado -dice papá después de incorporarse y mientras se la estrecha-. Le presento a mi esposa, Luisa. Mis hijas Rosa, Mabel y Ofelia.

Cada una de nosotras se adelanta unos pasos para estrechar la mano del pretendiente. Esa fue la palabra que usó papá: "pretendiente". Nos habíamos pasado buena parte del almuerzo del domingo anterior (y buena parte de la semana que siguió) discutiendo entre nosotras si el novio de Delfina debía ser presentado a la hora del almuerzo o a la hora del té. Rosa y mamá eran partidarias de que viniese a comer. A Mabel y a mí, en cambio, nos parecía una tortura excesiva someter al pobre muchacho a nuestro análisis exhaustivo desde tan temprano. ¿Tenerlo ahí desde las doce, como un sapo sobre una plancha de corcho en el laboratorio de ciencias, para darnos el gusto de estudiarlo a fondo? Nos parecía demasiado. En cambio, si venía recién a las cinco el suplicio no iba a extendérsele más de dos horas, dos horas y media. Como de costumbre, nuestra discusión bizantina terminó resuelta desde fuera de nuestros laberintos. Papá dijo que quería dormir la siesta tranquilo, y recién después, bien descansado, enfrentar al "último pretendiente".

Cuando escuchó esas palabras, a Delfina se le abrieron los ojos como platos, aunque ahora que lo pienso tal vez no fue tanto por lo de "pretendiente" como por lo de "último". Lo de último no se refiere a que Delfina haya tenido muchos. Al contrario. Manuel es el primer novio oficial que se atreve a presentar en casa. Es el último porque ella es la última. La más chica.

Y las hermanas Fernández Mollé somos ordenadas. Nos hemos ido poniendo de novias en riguroso orden cronológico. Primero Rosa, después Mabel y después yo. Y el primer novio ha sido, para todas, el único. Rosa lo presentó a Ernesto y se casó con él. Mabel lo presentó a Pedro e hizo lo mismo, aunque con Mabel se podrían hacer algunas salvedades porque su vida no tiene la placidez de las nuestras. Pero no viene demasiado al caso. Yo presenté a Juan Carlos y me voy a casar con él. La única originalidad que me permití fue que nos comprometimos con fiesta y todo, cosa que las mayores no hicieron. No nos condujimos así por afán de figurar. Sucede que a los dos nos falta un tiempo para recibirnos, y papá insistió en que "correspondía", para por lo menos dar a entender que vamos en serio. Y los regalos que me hicieron no me vienen nada mal como para empezar a pensar en los bártulos que se necesitan para poblar una casa.

Con Delfina supongo que sucederá lo mismo. Me refiero a eso de demorar el casamiento hasta que terminen sus estudios. En este mismo momento, de hecho, papá le está preguntando a Manuel sobre los suyos. Está en quinto de Arquitectura, explica el muchacho, y trabaja en el Banco Hipotecario Nacional. En el área de créditos. Quiere quedarse ahí. Hacer carrera. A Delfina le desborda el orgullo y mamá le devuelve una mirada de ojos brillantes. Mabel menea la cabeza, como si la saturase un poco la corrección de nuestras acciones o la pequeñez de nuestros deseos. O las dos cosas. Qué misterio es Mabel, a veces.

-¡Ernestito! -dice de repente Rosa, y sale disparada hacia el dormitorio de papá y mamá, donde duerme su hijo.

-No sé cómo hace para escucharlo -comenta Ernesto, repantigado en su sillón.

-Madres -dice mamá, como si el sustantivo fuese explicación suficiente.

-En la vida es importante ser ordenado -declara papá, interesado en que la conversación regrese a los temas que le preocupan en lugar de derivar hacia el oído privilegiado de las madres para detectar los sollozos de sus críos.

Y vaya si lo es, pienso, y sonrío. Nosotras mismas, la familia que conformamos, parecemos la ejecución de un plan paciente y detallado, como esos muebles que papá diseña primero y construye después, en la fábrica.

Primero Rosa, después Mabel. Las dos hijas grandes que en realidad iban a ser las únicas. Papá era entonces carpintero. Uno próspero, además de bueno, pero no pensaba aventurarse a multiplicar la prole y arruinar al clan entero. Mamá, como siempre, estuvo de acuerdo. Dos nenas que se llevan un año y tres meses. Estamos bien. Recién después, cuando la carpintería se transforme en taller y el taller en taller enorme y el taller enorme en fábrica, papá pensará que sus cálculos iniciales fueron demasiado conservadores y que donde comen cuatro comen cinco, y por eso vine yo, que me llevo nueve años con Rosa y casi ocho con Mabel. Pero tampoco es cuestión de que la más chica sea una consentida o que se críe entre gente grande, de modo que consideraron aconsejable convocar por cuarta vez a la cigüeña y un año y tres meses después nació Delfina.

Nuestro padre es una persona que confía en construir. Muebles y familias. En sus líneas decisivas y en sus detalles ínfimos. Cuatro hijas en lugar de dos, porque se puede y se merece. Pero ahora los nombres serán otros, sí señor. Si las grandes se llaman Rosa y Mabel, dos nombres que en la familia de papá se repiten y repiten en las cohortes de tías y sobrinas, las chicas lucimos nombres especiales que en la familia nadie ha estrenado antes que nosotras. Nombres que a papá le parecen distinguidos. Por eso soy Ofelia. No sé por qué a papá le parece un nombre elegante, pero está convencidísimo de que es la mar de chic. Y lo mismo ocurre con el nombre de Delfina. A él le suena igual de refinado y lo fascina la circunstancia de que ambos nombres compartan cinco de sus letras, y de que las seis que componen Ofelia se perfeccionen cabalísticamente en el siete bíblico de las letras que caben en Delfina. Para papá nombrar las cosas es una parte importante de crearlas. Siempre dice que su prosperidad se debe, en buena medida, a que cuando pasó del taller chico al taller grande decidió agregarle a su tradicional Fernández el apellido de su difunta madre. "Fernández está bien pero hay millones", sentencia papá cuando quiere perorar sobre el asunto, "pero Fernández Mollé hay uno solo", completamos nosotras, que estamos hartas de que insista con eso.

El timbre me saca de mis cavilaciones y me devuelve a la realidad. ¿En qué momento me abstraje de lo que hablaban papá y el novio de Delfina? Me incorporo y voy a abrir mientras consulto la hora en el reloj de mi muñeca. Me prometo matarlo. Cinco y veinte. Le dije, le sugerí, le pedí, le imploré que fuera puntual, pero mi novio tiene la maldita costumbre de llegar tarde a todos lados. No es un té como cualquier otro. Es la presentación oficial del novio de la más chica, ¡por Dios!, y Juan Carlos viene cinco y veinte.

Abro de par en par, con un poco más de énfasis del que desearía. Ahí está, con esa sonrisa de sol y esa expresión de que la vida es una maravilla, y esos pasitos de bailarín que en dos, tres, chuic, me da un beso y un abrazo y murmura algo de lo lindos que me quedan estos aros y no hay manera de estar enojada con este hombre.

Hago las presentaciones y Juan Carlos se sienta entre los varones, que le hacen un lugar.

-Quédese tranquilo, que con el novio de Ofelia completa el número de presentaciones del día de hoy -Mabel le informa a Manuel-. Le falta conocer a la tía Rita, que está de retiro espiritual con el cura de Santa Elena, y a mi marido, pero nos pareció que era atosigarlo demasiado.

-Pero faltaba más -dice Manuel-. Si para mí es un gusto conocerlos.

-Pedro, mi esposo, me pidió que le transmita sus disculpas, porque esta tarde le tocaba visitar a su madre, que es viuda -completa Mabel.

Manuel sonríe y asiente, y yo no puedo menos que admirar el modo en que Mabel maneja las cosas. Tiene estilo, la tipa. Es verdad que Pedro fue a visitar a su madre, pero también es cierto que podría haber ido ayer sábado y compartir, como siempre, el domingo con nosotros. Pero cada vez que nos juntamos no pasan cinco minutos antes de que papá empiece a despotricar contra Perón, y no pasan otros cinco hasta que Pedro se lanza a defenderlo, y entonces Ernesto se pone del lado de papá, y si está presente Juan Carlos -lejos de emparejar caballerescamente las fuerzas- se lanza también a criticar a Perón, a Eva, al peronismo y a todo lo que se le parezca, y entonces Pedro se enfervoriza porque se siente atacado desde todos los flancos. Tarde o temprano Manuel deberá enfrentar nuestros énfasis y desatinos, pero a la propia Mabel le pareció mejor evitarlo en este primer encuentro. Supongo que también Pedro habrá preferido esa solución, porque a lo de su madre habrá ido temprano y a estas horas estará de regreso en su casa, lo más pancho, escuchando en la radio los partidos de fútbol.

-Este es Ernestito -dice Rosa, que vuelve con mi sobrino desde el dormitorio-. Saludá a Manuel. Dale, saludalo.

-Propongo que esperemos un ratito -dice Manuel, y la pobre Rosa se queda un poco cortada. Manuel parece advertirlo-. Bueno, en realidad, no sé cómo es Ernestito, pero estoy acostumbrado a ver que a mis sobrinos no les causan nada de gracia las caras nuevas. Y menos recién levantados de la siesta.

Le guiña un ojo al nene y de inmediato le da la espalda. Ernestito supera el inicio de puchero que había empezado a ensayar y se queda un poco perplejo. No está acostumbrado a semejante desplante. Rosa lo deja en el piso y el chico camina hasta el recién llegado, que adrede se gira un poco más para seguir dándole la espalda. Ernestito le golpea el muslo para llamarle la atención. Manuel se vuelve hacia él.

-Encantado, joven. Disculpe si no le dedico la atención que usted merece, pero acá son demasiadas caras nuevas. Espero que me entienda.

Lo dice serio, formal, y Ernestito afirma con la cabeza como si, más allá de no entender una palabra, el novio de Delfina lo hubiese hechizado. Nos reímos con ganas. Mamá le hace una seña a Delfina para que la ayude con las cosas del té. Las demás las seguimos hacia la cocina.

Continúan algunos minutos de hornallas, teteras, lecherita, masas, servilletas y preguntas nerviosas de Delfina sobre qué nos pareció y respuestas tranquilizadoras de nosotras de que nos encantó. Cuando salimos en procesión hacia el comedor los hombres ya se han ubicado alrededor de la mesa.

-Tenían que esperar a que las cosas estuvieran listas, José.

Conozco a mamá, y el tono en el que lo dice reemplaza lo que desearía decir, que no es otra cosa que: "De lo único que tenías que ocuparte, José, de lo único que tenías que ocuparte era de mantenerlos en el living hasta que los llamáramos, y ni siquiera eso puedo confiarte", pero se guarda el comentario. Si en esta casa estamos dispuestos a disimular desavenencias políticas, cuánto más conflictos conyugales.

Ernestito, al ver a Rosa, decide que ya es tiempo de volver a sus brazos. Abandona el apoyo que le daba el umbral de la puerta y se lanza a una velocidad mucho mayor de lo que recomienda su recién estrenada sabiduría de caminante.

-Se va a matar -comenta Mabel, sin aspavientos, como quien constata un hecho inevitable.

Los hombres ven pasar a un Ernestito que acelera sus pasos equívocos a medida que pierde su centro de gravedad. Si cualquiera de nosotras tuviera una mano libre cabría albergar una esperanza, pero estamos hasta las narices de trastos. Va derecho hacia Rosa, pero entre Ernestito y su madre se alza una de las sillas de roble. Papá las hizo fuertes y angulosas, y las aristas son asesinas. En el momento exacto en que la cabeza de Ernestito va a pegar contra el filo del respaldo de la silla, la mano de Manuel se adelanta y se interpone: el nene golpea los dedos de esa mano. Ernestito chilla porque, aunque no sea tan dura como una silla de roble, una mano de hombre no deja de ser un objeto duro. Y el hombre de la mano hace un gesto de dolor. Intenta disimularlo. Probablemente no quiere parecer un flojo frente a la familia de su novia. Pero seguro que le duele.

-¿Duele mucho? -le pregunto unos minutos después, mientras tomamos el té, porque me tocó sentarme a su izquierda y acabo de verlo refregándose los dedos.

Él interrumpe el movimiento de la mano y sonríe.

-No. Bueno, un poco. Ese muchacho tiene la cabeza bastante dura.

-Y venía rápido, no crea -agrego yo.

-Es cierto. Tiene un sobrino veloz.

-Menos mal que usted puso la mano. El pobre se habría roto la cabeza.

-Sí, menos mal. Las manos tardan menos en sanar que las cabezas.

Volvemos a sonreírnos. Esas son las primeras palabras que cruzamos con Manuel.

2

Sé que Delfina está esperando una respuesta, y yo me siento pérfida por demorársela. O más que demorando estoy queriendo encontrar una excusa para decirle que no y, como no la encuentro, sigo sin contestarle.

Ha venido expresamente a mi dormitorio para hablarlo. Y en realidad responderle que sí sería lo más natural del mundo. ¿Por qué no aceptar su invitación para hacer una salida de parejas al cine? Para sentirme peor todavía he cometido la torpeza de preguntar si lo pensó para nosotros cuatro solos. Delfina me ha respondido que no. Que también pensó en decirles a Mabel y a Pedro.

"Claro", digo yo, y espero que no se me haya notado el alivio con el que lo dije. ¿Cómo decirle a mi hermana menor que no me entusiasma demasiado la idea de salir solos los cuatro, con su novio y con Juan Carlos? En realidad a Manuel casi no lo conozco. Parece buen chico y es simpático, sí, pero lo vi tres veces en mi vida. Las dos primeras a la hora del té y la última para un almuerzo. Tres domingos sucesivos. Eso es todo. Pero mi problema es Delfina. Lo pienso y me horrorizo. ¿Cómo puedo ser tan mala hermana? "Mi problema es Delfina." ¿Cuándo ha sido problema Delfina para alguien? ¿Cuándo me ha hecho algo malo Delfina a mí? Jamás. Pero soy una enroscada. Siento que no nos entendemos, o que nos entendemos más o menos, o que nos entendemos mucho menos de lo que nos entendíamos de chicas.

¿Por qué no fuimos capaces de conservar esa complicidad sin límites que nos unía? A veces nos preguntaban si éramos mellizas. Nos encantaba el equívoco y mentíamos que sí. Nos parecíamos tanto, nos entendíamos tanto como si fuéramos dos mitades de la misma manzana, nos había dicho una vez la abuela Ana, y la imagen nos sabía a gloria.

Delfina tenía ocho años y yo nueve, y era una época en la que las hermanas Fernández Mollé nos habíamos dividido en dos facciones rotundas y perseverantes, las más grandes y las más chicas. Pensándolo un poco, las más grandes eran dos pavotas grandulonas. Todas unas señoritas rebajándose a discutir con dos nenas. Pero lo importante es que les hacíamos frente. Nos encantaban nuestros nombres elegantes y sus letras casi intercambiables nos parecían un símbolo de unión sin quebrantos. Nos plantábamos frente a las mayores, desafiantes, y decíamos en voz alta: "Rosa", y nos mirábamos. "Mabel", agregábamos. Volvíamos a mirarnos. Sacudíamos las cabezas, negando, como diciendo: "Pobrecitas, mirá qué nombres les pusieron". Después una le pasaba el brazo por encima de los hombros a la otra y nos retirábamos orgullosas, invictas.

Mabel, que se fija mucho en esas cosas, dice que no solo nos marca la familia en la que nacemos, sino también el momento que vive esa familia cuando nacemos. En realidad Mabel se fija en esas cosas y en todas las demás. Pero en esa le doy más razón que en otras cosas que dice. Si yo hubiese nacido enseguida del nacimiento de Mabel mi vida habría sido distinta. Por empezar, no habría estudiado. Papá ni siquiera lo habría considerado posible o conveniente. No. Así pasó con las más grandes. Rosa terminó la escuela primaria. Mabel no se conformó con que le pagaran las clases de piano y porfió en que quería terminar el secundario. Mamá quiso convencerla de que hiciera el Normal, que eran tres años en lugar de cinco y salía con el título de maestra, pero Mabel siguió que no y que no, que ella no quería ser maestra sino bióloga. Al final pasó lo que pasó y esos detalles quedaron de lado. Esa es otra cosa que dice Mabel: que a veces se nos va la vida en una discusión, en un deseo, y después pasa algo que lo cambia todo, lo trastoca todo, y el viejo deseo queda reducido a nada.

Esto me pasa a menudo: empiezo pensando en Delfina y termino pensando en Mabel. Arranco con Delfina porque la tengo de pie delante de mí, esperando que le responda si quiero que salgamos todos al cine, y yo me pierdo pensando en nuestra hermana, pero no puedo evitarlo.

No estoy segura de cuándo sucedió, pero esa complicidad casi pétrea que teníamos con Delfina empezó a ablandarse hasta convertirse en este vínculo convencional que nos une desde que crecimos. Nunca nos peleamos. Y jamás le pusimos nombre a esa distancia. Pero fue algo que se dio. Sucedió.

-¿A Rosa también querés decirle? -la nueva pregunta de Delfina me trae de regreso.

-Creo que no. Con Ernestito no va a poder. ¿Con quién lo dejan? Bueno, se le puede preguntar, de todos modos.

-Con lo de la política... ¿Manuel cómo es?

Delfina sonríe. Entiende perfectamente lo que le estoy preguntando. ¿Con la política Manuel es un loco desatado como Pedro o como Ernesto, dispuesto a arruinar cualquier encuentro familiar discutiendo hasta que los ojos se les salgan de las órbitas? Esa es la esencia final de la pregunta. A mi novio le interesa la política pero es un tipo que acepta razones. Ernesto y Pedro, en cambio, son dos locos desatados y sus discusiones de los domingos parecen batallas campales. Bueno, papá tampoco se queda atrás. Si Manuel es de esos, la salida al cine será una pesadilla.

-Me parece que es muy tranquilo. No sé. No hablamos tanto de eso tampoco.

En ese momento entra la tía Rita.

-¿De qué es de lo que no hablaron?

La tía tiene esa costumbre. Cuando se topa con una conversación empezada pregunta por lo que escuchó al llegar, partiendo de la base de que la asiste el derecho natural de informarse, ipso facto, de cualquier cosa que esté sucediendo en sus dominios.

-Estamos arreglando con Ofelia para salir al cine, con Manuel y con Juan Carlos.

Eso es muy de Delfina. No era de eso de lo que estábamos hablando. Pero Delfina prefiere responder acerca de lo que tiene ganas. Sobre todo con alguien como la tía, que se siente con derecho a pontificar sobre los temas más diversos como si su juicio fuera una sentencia inapelable. Yo no tengo esa seguridad, o esa sangre fría, o esa displicencia, o esa mezcla de las tres. A la tía le tengo pánico, y creo que ella lo sabe y que, además, lo disfruta.

-Se ve que les sobra el tiempo, a ustedes.

-Ay, tía. ¿Qué querés? Somos jóvenes, bellas y ricas. ¿Cómo no nos va a sobrar el tiempo?

Delfina la observa con su sonrisa angelical y yo siento la tentación de tomar apuntes para aprender de ella.

-Pues si no fuera por mi hermano y cómo se desloma...

-Tú lo has dicho, tía. Si no fuera por papá, ninguna de nosotras podría llevar la vida que lleva.

Alzo la mirada hacia la tía Rita. Me encantaría ser capaz de provocar una expresión así en su cara.

-Yo, por lo menos, mi querida, hago todo lo posible por retribuir su esfuerzo.

-Por supuesto, tía. Como hacemos todas. Por algo Ofelia y yo nos quemamos las pestañas estudiando. Y Rosa criando a la nueva generación de Fernández Mollé para que se hagan cargo de nuestra prosperidad futura. De Mabel no digo nada porque, como bien decís vos, es un caso perdido. Por eso nos la llevamos al cine.

La expresión de la tía no se modifica, pero creo que se debe a que ya no hay margen para que se vuelva más fría, o más hosca. Delfina la ha sitiado con sus propias palabras, porque eso del "caso perdido" con Mabel es la muletilla de la tía. A tal punto la ha derrotado que la tía se da media vuelta y sale de mi dormitorio.

-Vayamos, Delfi. Le contesto. ¿Cuál querés ver?

-Ah, ni idea. Eso es lo de menos -dice casi desde el umbral, y también se va.

3

Octubre debe ser el mes que más me gusta. La primavera ya no es una insinuación, sino un hecho. No hacen los calores de bochorno con que nos suele asaltar diciembre, ni a una la sorprenden esos aguaceros repentinos de noviembre. Y las noches son como esta: alcanza con un saquito o cualquier cosa con mangas encima del vestido, y dan ganas de caminar por Corrientes hasta que se haga tardísimo.

-Me gusta mucho octubre -digo en voz alta.

-A mí también -responde Mabel, que camina del lado de la vereda.

Los demás van adelante; Delfina y todos los hombres. Mi novio se da vuelta.

-Al final, ¿cuál quieren ir a ver?

-Por mí vemos A la hora señalada.

-¿La de Gary Cooper?

-Sí. También trabaja Grace Kelly.

-Veamos esa -apoya Delfina.

-¿Por qué no vamos a ver Facundo, el Tigre de los Llanos?

-No, Pedro. Argentina ya vimos la semana pasada.

-Pero leí que es buena.

-No, muchachos. De caudillos ya estoy hasta el cuello. Con el que nos gobierna tengo suficiente -advierte mi novio.

-¿Qué tiene que ver Perón en esto? -se ataja Pedro.

-En la Argentina peronista, Perón tiene que ver con todo -insiste Juan Carlos.

-No empiecen... -pide Mabel, casi por reflejo.

-¿Y El prisionero de Zenda? -propone Manuel.

-¿La de Stewart Granger? ¡Veamos esa! -me entusiasmo.

-Yo prefiero una argentina, la verdad -insiste Pedro.

Juan Carlos se vuelve hacia Manuel y le hace un comentario que no alcanzo a escuchar. Mabel y yo seguimos al resto unos pasos atrás. Me acuerdo de algo que quería contarle.

-Al final la llamé a Rosa, por si hoy querían venir con Ernesto.

-¿Y qué te dijo?

-Que no, que no podían. Esta semana tampoco.

Mabel menea la cabeza y sonríe apenas.

-¿De qué te reís?

-¿Te dijo que no, o te dijo algo más?

-Me dijo que Ernesto termina la semana muy cansado, y que los sábados necesita dormir todo lo posible.

-Ah, ahí sí me suena más a Rosa.

-¿Por qué?

-Porque lo que te está diciendo es una declaración de principios, Ofelia. Te está dejando claro que su marido es quien lleva adelante la fábrica. Vos no te ocupás, Delfina no se ocupa, yo no me ocupo, nuestros novios o maridos no se ocupan.

-¿Y qué con eso?

-Ahora nada. Pero lo quiere dejar establecido para cuando papá no esté -hace una pausa-. No la juzgo. Porque además tiene razón. A veces me gustaría tener esa capacidad para anticiparme, para pensar en el futuro.

Sigue casi una cuadra, antes de concluir.

-En algún futuro. El que sea.

Yo sigo en silencio. Le doy el brazo y me lo aferra. Continuamos caminando así. Adelante siguen dándole vueltas a qué película veremos. Mabel me hace acordar a Casandra, esa adivina griega de la guerra de Troya condenada a una tragedia doble: conocer los mínimos detalles del futuro y, al mismo tiempo, que nadie crea en sus profecías. Porque hay algo triste, siempre, en Mabel. Algo que está, algo que existe, aun cuando estemos riéndonos a carcajadas, o disfrutando de caminar por la calle Corrientes mientras decidimos la película que vamos a ver, o tomando el té en los lagos de Palermo. Mabel nos mira desde la otra orilla de un río que los demás no hemos cruzado. No lo hace con aires de superioridad. Para nada. Al contrario, a veces la sorprendo observándonos como si nuestra ingenuidad le provocara envidia. Como si, lejos de enorgullecerla, su clarividencia la incomodara.

Me gusta pensar que, de todas nosotras, soy la que Mabel siente más cerca de sí. Hay entre nosotras una intimidad que la lleva a compartirme las cosas que piensa, las cosas que siente, las que desea y las que teme, con una franqueza que al resto de la familia le retacea. Sé también que esa franqueza tiene límites, y que yo me abro con ella más de lo que ella se abre conmigo. Así fue, así es y sospecho que así será siempre. Pero de todos modos tiendo a pensar que sé más sobre Mabel de lo que saben mis hermanas, mis padres y, probablemente, su propio marido. A veces me pregunto cómo vivirá Pedro esa cualidad extraña de Mabel. Porque más de una vez la he visto observarlo con la misma expresión, a medio camino entre la paciencia y la compasión, con que nos mira a los demás.

El grupo de vanguardia se ha detenido para esperarnos a nosotras.

-¿Y? ¿Finalmente? -pregunta Mabel.

-Está decidido. Vamos a ver El prisionero de Zenda.

-¿Cómo? ¿No habíamos quedado en ver Facundo, el Tigre de los Llanos?

-Pero la pucha, somos un caso, también...

4

-No, mami. Tostadas no me hagas -dice Delfina.

-¿Pero vas a tomar el té pelado? -se preocupa mamá, que tiene la tendencia a temernos al borde de la inanición.

-Es que me cayó mal la cena.

-¿Qué comieron?

-Pizza en Los Inmortales -intervengo.

-Es por eso -interviene tía Rita-. Ahí tienen, como para que no les caiga mal.

-¿Qué tenés contra Los Inmortales?

-No sé ni qué es Los Inmortales. Me refiero a que ustedes viven a pizza y porquerías por el estilo.

-La pizza de Los Inmortales es muy buena, tía -digo.

-Un poco de harina, levadura y un poco de muzzarella de porquería no puede ser buena. Y te lo cobran como si fuera vaya una a saber qué...

-No fue la pizza, tía -intenta Delfina-. Además comimos todos lo mismo, y a nadie le pasó nada.

-Habrás comido de más -no pierde la oportunidad la tía Rita.

-¿Y vos suponés que con Pedro, Manuel y Juan Carlos sentados a la misma mesa nosotras pudimos comer mucho?

-Se les hizo costumbre, ¿no? Eso de salir en tumulto.

No respondo. Me quedo pensando en eso de "tumulto". ¿Cómo hace la tía Rita para que hasta la frase más trivial pueda ser un dardo envenenado? Es una virtud que no sé si envidio o aborrezco. O las dos cosas.

-Lo disfrutamos mucho, tía -se hace cargo Delfina, inmune-. Además Manuel se lleva genial con Juan Carlos. Si los hermanos parecen ellos más que nosotras. ¿O no, Ofelia?

Sonrío y hago un gesto de asentimiento, mientras pienso que la llegada de Manuel a la familia ha tenido un efecto benéfico, y no solo porque estas salidas al cine son divertidísimas. Es un chico atento, inteligente, divertido, que con sus entusiasmos nos convence no solo de ir al cine sino de caminar la ciudad, recorrerla viendo cosas que antes no se nos ocurría ni mirar.

Hasta me siento más cerca de Delfina. Mucho más cerca. No me atrevo a decir que es igual que cuando éramos chicas, porque ahora somos adultas y los adultos estamos llenos de dudas y de complejidades. Y porque hace relativamente poco que percibo ese cambio. Hace cinco meses, cuando conocimos a Manuel, mi vínculo con mi hermana menor era casi protocolar. Y ahora, aunque mi grado de intimidad con ella no se parece al que sostengo con Mabel es, de todos modos, mucho mayor que el que teníamos hace un tiempo.

Todos los jueves, con La Nación abierta en la cartelera de cine, revisamos los estrenos y los horarios, y nos dividimos la organización de la salida. Como nuestros cuerpos son bastante parecidos y nuestros gustos en moda también, nos prestamos ropa y adornos. Es cierto que estos intercambios no carecen de un ligero matiz de competencia. A las dos nos gusta estar a la moda, estrenar zapatos, combinar nuestros atuendos para hacer más rotundas nuestra elegancia o nuestra belleza. Supongo que Delfina está más segura de sus atributos de lo que yo estoy de los míos. Pero el solo hecho de atreverme a lucirme, de aceptar ese juego, de esperar el comentario elogioso de los varones es, para mí, todo un logro.

Y nuestros novios se llevan estupendamente. Después de la película cenamos en algún lugar lindo de la avenida Corrientes. Nada demasiado caro o elegante, porque ni Juan Carlos ni Manuel están recibidos y siempre andan cortos de dinero. Y como Pedro y Mabel tampoco nadan en la abundancia, preferimos sitios alegres donde podamos quedarnos un buen rato charlando de la película o de bueyes perdidos, y riéndonos a carcajadas si tenemos ganas.

Como Mabel y su marido viven a cuatro cuadras de casa volvemos a Palermo todos juntos. Nos separamos de ellos al bajar del colectivo. Solemos divertirnos tanto que, para cuando nos despedimos, es usual que Mabel haya perdido ese aire taciturno que le vemos casi todo el resto de los días. Las tres cuadras que nos resta caminar las hacemos conversando con Delfina y nuestros novios. En el zaguán nos separamos: Manuel y Delfina pasan adentro y yo me tomo unos minutos para despedirme de Juan Carlos. En un acuerdo tácito de precedencia, Delfina parece aceptar que por una mera cuestión de antigüedad a mí me corresponde disfrutar de ese espacio más íntimo, más resguardado de la mirada indiscreta de mamá y, sobre todo, de la mirada reprobatoria de la tía Rita. Ya tendrá tiempo Delfina de usufructuar el zaguán y su penumbra cuando Juan Carlos y yo nos casemos.

-Pues lo que yo creo es que deberían llamarse un poco al orden y dedicarse a cosas serias -está diciendo la tía.

-¿Cosas serias? Si los dos trabajan, estudian, se preocupan... ¿cuánta más seriedad estás pidiéndoles, tía? -Delfina no se rinde.

-La plata que gastan en esas salidas bien podrían ahorrarla para casarse de una vez por todas.

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