¿Los dueños de la verdad? La educación pública como bandera del progresismo intelectual argentino

Isabel Bohorquez va a fondo al analizar el posicionamiento y rol de los sectores educativos en la Argentina actual.

Isabel Bohorquez

Con el inicio del ciclo lectivo, se levantan las voces de los grupos que se definen como referentes de la ciencia, la cultura y la intelectualidad académica y reflejan en su pensamiento una alarma y desconfianza exacerbada frente a las medidas que el gobierno de Milei está intentando implementar con respecto al recorte del gasto público.

Me refiero a cierto sector del progresismo intelectual argentino que hasta aquí -lejos de colaborar con el desarrollo y bienestar de nuestro país- han sido más un escollo que una solución a nuestros problemas. Salvo honrosas excepciones, claro está.

"La palabra progresista se ha utilizado en la Argentina con cierta regularidad desde fines del siglo XIX. Usualmente, era empleada por intelectuales, periodistas o dirigentes partidarios para dar cuenta de posicionamientos favorables a las transformaciones sociales, económicas o políticas, con la convicción de que contribuirían al mejoramiento de las sociedades. En todos los casos, ese uso quedaba asociado a la idea de favorecer lo nuevo o lo modernizador, y al distanciamiento respecto de posiciones conservadoras (desde fines del siglo XIX, el concepto se utilizaba a menudo como sinónimo de liberal, como puede verse, por ejemplo, en textos de Francisco Barroetaveña o José Ingenieros). Mientras que el progresismo no se constituía como una identidad política de perfiles definidos, podía aparecer, en cambio, como una condición complementaria de otras más consolidadas. Se podía formar parte del "ala progresista" de determinada fuerza política, pero la identidad primaria era siempre otra: por ejemplo, radical, conservadora, socialista o peronista. Esta situación comenzó a cambiar en las décadas finales del siglo pasado, sobre todo a partir de la recuperación democrática y, más específicamente, en la década de 1990, cuando la palabra progresista, que se había utilizado principalmente como adjetivo, comenzó a emplearse cada vez más como sustantivo: así, fue posible ya no solo adherir a posiciones progresistas, sino ser un progresista. En un periodo relativamente corto, el término comenzó a utilizarse con asiduidad, tanto entre dirigentes y militantes como en los medios de comunicación, a menudo en ese uso sustantivado que se haría tan común en la década siguiente. A partir de la segunda mitad de aquella década, el progresismo irrumpió en el discurso público como un significante difuso pero reconocible y cada vez más presente".[1]

Parece que ser un intelectual progresista en Argentina se tornó una condición que adquirió un carácter de examinador del devenir de la política y sus estrategias. Sobre todo, desde una perspectiva en la que ser progresista es arrogarse la condición de tener buenas intenciones y defender a los que no pueden defenderse por sí mismos (¿?).

No quiero evitar la pregunta siguiente: ¿es posible sostener una actitud tan observante desde un lugar de infalibilidad bien intencionada? Y con esto no quiero afirmar que todo lo que hagan los diferentes gobiernos, el de Milei inclusive, no tenga aspectos o decisiones objetables frente a las que haya que plantear el desacuerdo y las posibles soluciones. Solo me resisto a tanta hegemonía de autoridad intelectual e ideológica.

Uno de los inconvenientes más serios que encuentro en las posturas que hoy se atrincheran detrás del progresismo intelectual de centro izquierda que basa su discurso en la defensa de los derechos humanos y de las garantías populares desde un estado presente, activo y distribuidor de las riquezas, es que han cerrado toda posibilidad de evaluación honesta de lo que hasta ahora hemos presenciado como proceso de deterioro del sistema educativo.

Profetizan el fin de la educación pública, especialmente la universitaria, la agonía de la ciencia y el destino fatal de la liquidación de los derechos adquiridos en los años de gobiernos de la mixtura que hemos dado en llamar peronismo/kirchnerismo.

Ninguna de esas voces hace referencia de manera autocrítica a las condiciones en que nos encontramos en este momento en nuestro sistema educativo tanto obligatorio como superior universitario o no universitario.

No se hace mención al despilfarro presupuestario -o por lo menos las dejadeces o los imperdonables olvidos y sub ejecuciones- con las que nos hemos venido conduciendo sistemáticamente con respecto a las instituciones de gestión estatal que, a su vez, han pretendido funcionar como si fuera un mar de sobreabundancia sin tomar los recaudos de ahorro, de austeridad y de mesura para proyectar un desenvolvimiento institucional sostenible en el tiempo y con capacidad de respuesta, particularmente en muchas universidades estatales. Salvo honrosas excepciones claro está.

Tampoco se hace mención de los fracasos rotundos. A nivel nacional hemos descendido en calidad educativa estrepitosamente y hemos alcanzado una de las tasas más bajas de egreso en el sistema universitario ya desde hace muchos años. Se defiende una universidad que aparenta ser popular pero que concentra cada vez más estudiantes provenientes de la clase alta y media argentina que minoritaria y privilegiadamente han logrado egresar del nivel secundario (recordemos que según cifras oficiales del 2021 sólo el 12.3% de los jóvenes argentinos entre 18 y 25 años ingresan a la universidad) y pueden estar otro período entre cinco y diez años más sin insertarse laboralmente. Salvo honrosas excepciones claro está.

Esta misma intelectualidad progresista parece detestar al sector privado y considera que es una afrenta reunir al sector educativo público, especialmente de nivel secundario y superior con el sector empresarial/ productivo/industrial para generar un intercambio y una sinergia que favorezca a ambos.

Esta misma intelectualidad pretende que todo sea gratuito e irrestricto sin medir las posibilidades reales de sostenimiento y sin mirar que los resultados terminan favoreciendo a los que más tienen y no al revés.

Esta misma intelectualidad es la que ha agitado con consignas de lucha y resistencia a los estudiantes y los docentes para que se alíen con los sindicatos y así, hacer frente a cualquier medida que perturbe su esquema de cómo hay que hacer las cosas en este país, aunque la pobreza nos vaya estrangulando y las calles sean de nadie.

¿Se defiende un fantasma, una ilusión o un reducto?

¿Qué le pasó a nuestra intelectualidad progresista argentina que desvió su mirada de aquellos fenómenos que otrora criticara tan duramente?

Dice con claridad Iglesias Illa:

"El progresismo de las universidades, los medios y la política ha sucumbido al peronismo, a cuya cultura política ya no se anima a hacerle la más mínima crítica. No siempre había sido así. En su fase hegemónica de fines de los ?90 y principios de los ?00, el progresismo usaba la palabra pejotismo para designar críticamente la cultura política peronista, tanto en el conurbano como en las provincias y, también, en los sindicatos. Le parecía mal que Ruckauf regalara zapatillas con su nombre, se reía del régimen de los Rodríguez Saá en San Luis, se escandalizaba con los Mercedes-Benz de Moyano y sus gordos y editorializaba contra la permanencia y el clientelismo de Manuel Quindimil en Lanús. Hoy todo eso ha quedado atrás. El progresismo eligió su tirria contra el neoliberalismo por encima de sus valores originales y quedó preso de la dinámica peronista, de la que me cuesta ver cómo podría salir".[2]

Encuentro que la solución no es volverse anti. No se trata de antípodas, de definiciones reduccionistas ni de trincheras. Necesitamos tener claro a favor de qué estamos. De qué educación, de qué sociedad, de qué país, de qué mundo. Y trabajar por ello.

Cierro con Patrick Viveret: "El problema de las grandes apuestas de un mundo que viene remite a un tema general, el fin de un mundo. (...) Una crisis se produce en el momento que el viejo mundo tarda en desaparecer, cuando el nuevo mundo tarda en nacer, y en ese claroscuro, pueden aparecer monstruos. Es un momento crucial en el que la crisis es a la vez, como lo dice el ideograma chino, fuente de peligro, pero también fuente de oportunidad."[3]



[1] Eduardo Minutella, Imágenes y espejismos del naufragio: el relato periodístico progresista en la Argentina, 2000-2003 UNTREF/TEAfile:///C:/Users/Admin/Desktop/Eduardo%20Minutella.pdf

[2] Hernán Iglesias Illa, El fin del progresismo- La ideología antes dominante en las clases urbanas se volvió irrelevante políticamente. El fracaso del albertismo fue su golpe de gracia.12 de junio de 2022 https://seul.ar/el-fin-del-progresismo/

[3] Edgar Morin, Como vivir en tiempos de crisis, Ed. Nueva Visión, Bs As, 2011, pp. 35.

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