El reparto (fraude de poder en la fundación de Mendoza)

En el día de la fundación de nuestra ciudad, una narrativa de ficción histórica alrededor de la desaparición de las actas del Cabildo, por Matías Edgardo Pascualotto, autor de "Las políticas hídricas y el proceso constitucional de Mendoza".

Matías Pascualotto

La baja galería encontraba momentos de lacónica existencia en esas horas de la tarde. La semipenumbra del incipiente ocaso le otorgaba un aire de catacumba entre sus terrosas paredes bajas y gruesas, las oscuras vigas del techo y el olor a tierra emanado de su suelo apisonado y recientemente regado por los pacientes sirvientes, operación una y mil veces repetida en el polvoroso edificio.

El silencio y las lagartijas, que buscaban el refugio del lugar en esos muertos interregnos de tiempo provinciano, se sobresaltaron con el ruido del candado y el posterior chirrido de la gruesa puerta al ser abierta. Los sorprendió, enmarcado en el cuadrado de la moribunda luz exterior que dejó la abertura al ser abierta, la figura flaca y seca del viejo escribano.

Afuera, se escuchaba el bufido del equino que movía sus cascos, nervioso, en el pavimento de la callejuela lateral al edificio del cabildo, aguardando a su amo que, furtivo, había ingresado al edificio fuera del horario de corro de las autoridades.

El visitante ingresó sigiloso, dirigiendo la mirada inquieta en distintas direcciones, temeroso de cualquier sorpresa que delatara su presencia, poco justificable en ese período del día administrativamente nulo. Asió la otra llave contenida en la pesada argolla que portaba en su mano, y la giró presto sobre la puerta interior con la talla del escudo de la ciudad, ingresando en la sala de reuniones del cabildo.

Allí estaba, en un rincón. Oscuro y obeso, el arcón de madera cruzado por los zunchos de metal, que unido por los remaches del conjunto parecía un galeón dormitando en las afueras de algún puerto.

Se acercó al pesado cajón, introdujo la llave en el ojo de su cerradura, que parecía mirarlo cara a cara, como desaprobando la operación, y lo abrió, divisando, bajo la figura religiosa pintada en la parte posterior de la tapa, ofrecido como una ofrenda a los pies de un altar, el grueso conjunto con los pliegos que, bajo las tapas de cuero repujado que lucían el pomposo título de actas del ilustrísimo cabildo, resguardaban lo actuado, para buena salud del rey, en este lustro de existencia de estos yermos perdidos.

Agachado como en una liturgia frente al gran baúl, fue sacando los tomos uno a uno, apilándolos a su lado, en el suelo tapizado de chatas piedras seleccionadas del ancestral río, hasta llegar al tercero, el último de la pila y, cronológicamente, el más antiguo de todos. Desató los nudos de las tirillas que sujetaban la tapa, y hojeó las primeras fojas: allí estaba, solemne, el conjunto de documentos de los primigenios repartos de solares.

Por esos días había llegado la noticia, que cruzó a lomo de mula la cordillera cayendo en el polvoroso yermo como una bomba, informando que la distribución de los solares de la ciudad sería ampliada. Nuevas mercedes se contemplaban, para contentar a nuevos arribados arribistas -pensaba Don Juan, el escribano-, sintiéndose distinto, como si esos cinco años hubieran limpiado su condición de tal. Las implicancias serían altamente perjudiciales: la subdivisión del reparto ya hecho, la sisa a sus fundos, la merma de las encomiendas.

Como parte del primer contingente, de los que se encontraron con largas jornadas de hastío, sed, hambre y sol en el pucará de piedra, a centenares de metros de donde se encontraba ahora, sus merecimientos eran mayores, dictaba para sus adentros, sentencioso, su arrogante ego, hinchando pretensas glorias épicas, más imaginarias que representativas de una realidad que había sido, muchísimo más, un acto administrativo de anexo territorial, que una aventura romancesca de cruzados.

Pero bien sabía el notario de la mañosa legitimidad de los títulos, frutos de trasnochados cabildeos justificando servicios a la corona más inventados que reales, en gran medida, por protagonismo de su propia pluma, y ante los cuales, más valían las tangibles y presentes posesiones, que los mamotretos documentales.

En estas elucubraciones estaba, mientras la otra mitad de su mente, en búsqueda mecánica, recorría las páginas del uno de los tomos, localizando comprometedoras pruebas de flacas justificaciones legales, cuando sintió el relincho nervioso de su cuadrúpedo compañero, afuera, en la callejuela lateral. Cerró el tomo apurado, sin atarlo, y se dio vuelta para huir presto con la selección de folios.

Pero una instantánea inquietud lo invadió, deteniéndolo, un instante, titubeante. Pensando en otras posibles pruebas esparcidas en otros pliegos, se volvió, en un par de segundos que se tornaron eternos bajo la mezcla de apremio y emergente turbación, miró rápidamente el resto de los volúmenes, y con decidido esfuerzo, los cargó, sujetos con ambas manos, apoyados contra el pecho, manchando con la tierra de los mismos su casaca rosa y las anchas mangas de su camisa blanca. Abandonó la sala, a paso agitado, jadeante y rápido por la galería, dejando a su paso abiertas puertas, y salió a la recientemente acaecida noche, en la cual montó su caballo y huyó presto, no sin antes repartir el fruto del saqueo en las alforjas.

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El revuelo era de infierno en la plaza mayor. Izado el palo de justicia, trasladaban al infeliz sirviente de las casas del cabildo. El acusado, tras proceso sumario de una velocidad envidiable para cualquier administración de justicia, pataleaba desesperado ante el cadalso, jurando una y mil veces no saber nada de actas, papeles, sellos y arcones. Miraba azorado, sin saber sus analfabetos ojos que significaban esos garabatos, el circo judicial de los alcaldes, que le mostraban los escritos pidiendo la confesión del paradero del botín.

Los vecinos se arremolinaban en vista del espectáculo, que si pan y circo era la herencia romana de muchos pueblos hispánicos, bien se podía decir que estas no eran tierras de abundancia en pan llevar, como se comentaba, y que el corso de la diversión tampoco presentaba corrientes ocasiones. Círculos de gruesos y severos señores en sus trajes de faisanes gesticulaban razones, acompañando el discurso oficial, mientras los grupos de señoras, escoltadas por las damas de su servidumbre, aprovechaban para hablar de todo un poco, ante la tregua que las circunstancias habían otorgado al encierro obligado que imponían los protocolos castellanos a su condición femenina. La imagen social se cerraba con algún testigo omnisciente que observaba, echado inerte y a la sombra de las viejas casas del fuerte, devenida mercado en esos días del mes, apoyado su hocico de perro callejero contra las estiradas patas delanteras, mientras jadeaba incólume frente al espectáculo que avizoraban sus ojos de canica.

En algún lugar perdido de la periferia de la ciudad, en un playón del ejido urbano que separaba el caserío de las primeras estibaciones de los cerros, una hoguera medio apagada por efecto de las horas y el abandono, dejaba ver entrecortado, entre sus negras cenizas aún humeantes bajo el sol de esa mañana de calor, los extremos de unos compactos conjuntos de papel, de los cuales emergía algún resabio destellante de arabescos y dorados sellos, leones y góticas grafías.

Unos niños curiosos que divisaron el tótem de humo que se erguía sobre el conjunto malogrado por las llamas, otrora testimonio de los primeros repartos de tierras del poblado, se divirtió un buen rato revolviendo con un palo los despojos del inusual hallazgo, parte del cual, recuperado como un tesoro de entre las malogradas brasas, pasó a formar parte del repertorio de mímica que esa mañana confeccionaron los pequeños, mientras jugaban a ser reyes y escribientes, lo cual para ellos, en la edad de la inocencia que contenía sus días, era exactamente lo mismo.

Por esas horas, el edificio del cabildo recuperaba su recato, aun indignado en su investidura de casa regia por efecto de la afrenta que había burlado su cuerpo sacramental. Habían sido un par de jornadas movidas por efectos de las investigaciones, los emisarios enviados a la cabecera del virreinato cargando la abominable noticia, las detenciones y consecuentes interrogatorios por los severos soldados de su majestad, que tuvieron oportunidad, en el aburrimiento atroz impuesto por el ritmo incansablemente lento de la vida de ese terruño de muerte, de cobrar nuevamente sentido en sus funciones, malogradas a fuerza de la forzosa inactividad cotidiana.

El ultraje a la casa gubernamental dio lugar a las medidas de emergencia que el caso ameritaba, las que en realidad, pasaron a engrosar el gasto del ya de por si flaco erario público, con los nombramientos de los auxiliares encargados de asistir a los alcaldes y regidor, en la tramitación de las faenas de apurados pesquisidores. Con esto quedaban salvados los pedidos de puestos graciables solicitados desde hacía largos meses, años en algunos casos, justificándose así el viejo adagio que previene que la mano del soberano a veces se hace esperar pero siempre provee.

Por otra parte, los solares de la ciudad se vieron conmovidos en esos días por obra de inusuales movimientos de agrimensores y funcionarios, los cuales, contando palmos y varas, con severidad en lo que les era inconveniente, y con la exactitud salomónica en lo que perjudicaba sus posesiones, remarcaban límites y amojonaban los inexistentes sin descanso, señalando acá un árbol, allá un cauce de riego, acullá un poste recién plantado, antes de que cualquier intempestiva visita de los funcionarios de la cabecera del virreinato tuviera el mal tino de hacerse presente.

Manifestaron por esas épocas los malpensados de siempre, que algún hidalgo pobre, otrora afincado en habitación de alquiler, o constreñido a un cuarto de casa amiga, de golpe y porrazo se encontró avecinado en los límites de cómoda finca, confirmando con ello, con gesto socarrón, que América era, como se aseveraba tras el viejo océano, tierra de oportunidades y que las fortunas, aquí, se multiplicaban por la sola fuerza de la providencia.

En la sala de audiencias del edificio del cabildo, clara ahora por el sol, yacía el baúl vacío. El infame cuadro se completaba bajo el alero externo del edificio, donde, sentado en su silla de mano, yacía Don Juan, el viejo escribano. Inmutable bajo la vergonzante carga interna que lo acompañaría toda la vida en silencio, era mirado por Don Joseph y Carbajal, que compartían con él furtivas miradas cómplices de primerizos propietarios.


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