Dos capítulos del libro de María Sáenz Quesada: "1943"

En esta sección de Memo en la que alentamos la lectura de nuevos libros, ofrecemos un fragmento de "1943", el último trabajo de la gran María Sáenz Quesada, editado por Penguin Random House.

Por qué este libro 

Todo libro de historia es consecuencia del cruce entre las preguntas del autor al pasado y la relación con el medio cultural en que vive. Si las preguntas giran solamente en torno de las obsesiones de quien investiga y escribe, la obra corre el riesgo de permanecer en los estantes de librerías y bibliotecas. De ahí la importancia de definir con acierto el objeto de la investigación, así como el método y la forma de presentar el resultado, para que se justifique una tarea larga y compleja. Conviene además que el tema en cuestión mantenga cierto peso en la actualidad, condición que lo habilitará también para ocupar el tiempo del lector. Que este encuentre atractiva y provechosa su lectura será el mejor galardón.

El año 1943, en que agonizó el régimen de los conservadores y un golpe militar anunció el advenimiento de la Nueva Argentina, reúne las condiciones citadas. Sin embargo, es uno de los temas que durante largo tiempo la historiografía argentina condenó en bloque, en parte por rechazo al fraude sistemático que sostuvo a los gobiernos de la Concordancia y en parte también por la solución militar aplicada. Si en su momento histórico la intervención de las fuerzas armadas generó esperanzas y rechazos, hoy no se ajusta al pensamiento políticamente correcto. No obstante, el peronismo nació en la revolución del 4 junio de 1943 y de ella heredó aspiraciones, ideas, conductas políticas y consignas. Debido a la ambigüedad del acontecimiento fue necesario separarlo del ocurrido el 17 de octubre de 1945, su afortunado heredero, aunque ambas fechas formen parte del proceso de instalación del país en la posguerra mundial, que tuvo características propias y perduró en el tiempo.

En efecto, el cambio cultural ocurrido en los años treinta, que se manifestó en el golpe de 1943, echó raíces profundas todavía visibles en los comportamientos políticos, en las decisiones económicas, en las creencias de muchos y en la visión que se tiene de la Argentina en el mundo. Entonces se desmoronó una clase gobernante y perdió validez el sistema político vigente, víctima de sus propias lacras. Todo sucedió en medio de un cataclismo mundial que impuso nuevos paradigmas, permitió que surgieran otros liderazgos y que se introdujera la idea de Estado benefactor, como forma de reparar los horrores de la guerra, el sufrimiento de los soldados y de la población civil.

Este libro consta de 25 capítulos, que pueden leerse según el orden propuesto o en forma independiente. El tema de la guerra mundial y de la posguerra se menciona en todos ellos. La importancia de la República Argentina antes de la contienda bélica, su riqueza cultural y su potencial económico forman parte de esta mirada retrospectiva que incluye a las provincias en sus desarrollos y en sus conflictos con el poder central. También se explican los rasgos propios del régimen conservador, las durísimas internas partidarias y los elementos positivos de la administración de Ramón S. Castillo, que suscitaron expectativas y elogios de quienes lo derrocaron poco después. Asimismo se habla de los partidos de la oposición -radicales, socialistas y comunistas-, que intentaron alianzas, frentes y candidaturas para salir del pantano, con resultado negativo y en cierto modo dramático.

Actores principales de esta época son los sindicalistas, cuya larga lucha cambiará de enfoque con la llegada de los militares al poder; los nacionalistas, empecinados en destruir al liberalismo en el clima de época de los fascismos europeos; los católicos, que tuvieron un resurgimiento notable, y desde luego los militares, que oscilaron entre el profesionalismo y la conspiración, para volcarse a la acción política directa en medio de tremendas luchas internas.

Los ocho capítulos que van desde el 4 de junio de 1943 hasta el 4 de junio de 1944 tienen como punto central la reeducación de la sociedad para quitarle el "virus" del liberalismo, en lo que constituyó un avance del Estado sobre la conciencia individual, ejercicio que serviría a otros proyectos políticos. Las oscilaciones de la dictadura militar con respecto al problema internacional y la desinformación sobre el mundo del mañana unifican en una misma trama a conservadores y militares y los diferencian de los círculos liberales, radicales y demócratas, cuya perspectiva de la situación mundial era más realista.

El relato de este tramo de la historia argentina concluye en la gran exposición que celebró el Año II de la Revolución, en junio de 1944. El escenario estaba listo para la consagración de Juan Domingo Perón, a quien le bastaron algunos pasos más para desalojar a sus rivales, conseguir colaboradores eficaces, absorber y acomodar ideas, proyectos e iniciativas del más variado origen y, superado el escollo de la derrota del Eje en la guerra, dar comienzo a la Nueva Argentina.

¿Década infame? Creo que la condena en bloque a este período, por el fraude practicado y los negocios del poder, ya ha sido dejada de lado, aunque todavía resulte cómodo utilizarla. Si bien en las grandes síntesis de historia argentina la cuestión política juega en contra de los años de la Concordancia, el trabajo de los historiadores sobre el comportamiento de la economía, la cultura, la ciencia, la organización sindical y el modo en que se superó la crisis económica permiten revisar ciertos mitos instalados, con menos prejuicios y mejor conocimiento. De todo eso intento dar cuenta.

Quedan pocos testigos de esos años; algunos de ellos fueron consultados para este libro. Asimismo eché mano a memorias, documentos privados y textos literarios. He procurado narrar los hechos enmarcados en lo que la gente pensaba y decía entonces, cuando debía tomar decisiones sin la información hoy disponible.

Para este libro, he contado con la colaboración de muchos colegas, amigos y gente de buena voluntad, que comprenden la importancia de que la historia se escriba con documentos. Especialmente generoso ha sido Guillermo Gasió, quien me ayudó a pensarlo y a documentarlo. Roberto Azaretto contribuyó en acercar la memoria histórica de una época que también describió en sus libros. Gregorio Caro Figueroa aportó materiales de su prodigiosa biblioteca privada. Asimismo, Roberto Cortés Conde se mostró confiado en el interés del tema y me dio un importante aliciente. Rosendo Fraga ha respondido mis preguntas, con la gentileza de siempre. Por su parte, Arturo Pellet Lastra participó como testigo y a la vez estudioso de ese tiempo. Agradezco también a Adriana Micale, María Oliveira-Cézar, Carlos Páez de la Torre (h), Roberto Elissalde y Luis María Bunge Campos, por sus respectivos aportes.

Soy deudora de la familia del senador Gilberto Suárez Lago, que me hizo llegar una valiosa documentación; de Eduardo Patrón Costas, que me prestó documentos de su abuelo, Robustiano Patrón Costas; de Eduardo Santamarina, que me permitió consultar el archivo de Antonio Santamarina; de Mariana Lagar, directora de la Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia y de su personal.

Mi gratitud para Eliana de Arrascaeta, actual directora de la revista Todo es Historia, por su buena disposición a leer, corregir y comentar los originales; a Enrique E. Molina Pico, por su contribución en temas de su especialidad y en el análisis del texto, y desde luego a Dardo Túler, lector y corrector cautivo, cada vez más comprometido con el oficio de historiador.

CAPÍTULO 1

LA ARGENTINA Y EL MUNDO EN EL VERANO DEL 43

Para comenzar esta historia, me propongo situar al lector en el escenario nacional e internacional del verano de 1943 en el hemisferio sur, en la República Argentina, según la información que proporcionaban los diarios de mayor circulación. Eran meses decisivos para definir el curso de la Segunda Guerra Mundial y, en el plano de la política doméstica, para profundizar o rectificar la orientación del gobierno argentino.

El presidente Ramón S. Castillo gobernaba en nombre de una coalición de fuerzas conservadoras y liberales, divididas en torno de la inminente sucesión presidencial. También estaban fragmentadas las fuerzas de la oposición, de los sindicatos y la imponderable opinión militar. Se vivía un clima de cambio de época en ideas, valores y modelos y de ausencia de consensos con respecto al pasado y al futuro. No obstante, más allá de las minorías gobernantes, las mayorías gobernadas continuaban con sus actividades de la vida cotidiana, asunto que en los sucesivos capítulos de este libro procuraré exponer.

Los frentes de guerra

El 1º de enero de 1943, en el día 1216 de la Segunda Guerra Mundial, eran varios los frentes de combate. En el desierto de Libia, en el Norte de África, luchaban las fuerzas del III Reich, al mando del ya legendario mariscal Erwin Rommel, contra el 8º ejército británico; su nuevo jefe, el general Bernard Montgomery, estaba decidido a tomarse revancha por la grave derrota sufrida meses antes, que había afectado la seguridad del Mediterráneo y de la ruta del Canal de Suez, vital para las comunicaciones del Imperio.

También resultaba vital, para la supervivencia del Reino Unido, el curso de la batalla del Atlántico por el control de los suministros provenientes de Canadá, de Estados Unidos y también de la Argentina. En 1942, la flota alemana de submarinos había causado estragos a los convoyes aliados, pero 1943 marcó el comienzo del fin de esa guerra, como resultado de nuevas armas y sensores y de nuevos criterios para operar portaaviones junto con destructores.

Luego del espectacular avance del ejército alemán (Wehrmacht) en el territorio de la Unión Soviética, el ejército ruso había pasado a la ofensiva y amenazaba no solo la ciudad de Stalingrado en el Volga, sino también la larga línea de las fuerzas germanas que se prolongaba hasta las montañas del Cáucaso. A lo largo de ese crudo invierno, el dictador José Stalin repitió en sus discursos: "Ante la ausencia de un segundo frente en Europa, el ejército ruso soporta el peso total de la guerra y establece una base firme para la obtención de la victoria". De este modo buscaba asegurarse un lugar de poder en el mundo de la posguerra.

En el Pacífico, los japoneses mantenían amplísimos territorios ocupados a expensas de las colonias francesas, inglesas y holandesas. Sin embargo, la contraofensiva estadounidense golpeaba implacable con sus pesadas máquinas Douglas, en puntos tan distantes como Nueva Guinea y las islas Salomón. Hasta los muy castigados nacionalistas chinos, liderados por Chiang Kai-shek, recuperaban territorios perdidos por la invasión de Japón.

Entre tanto, los bombardeos no daban paz a las ciudades francesas del canal de la Mancha. En territorio alemán habían sido atacadas Berlín, Hamburgo y zonas mineras e industrializadas. En Londres se temía que se reiniciara el Blitz -como se conoce a los bombardeos de la aviación alemana de 1940-1941-. Además de sus objetivos estrictamente militares, los ataques aéreos desmoralizaban a la población civil.

Con motivo del Año Nuevo, la orden del día de Adolf Hitler fue la siguiente:

Probablemente el año 1943 sea duro, pero no más que el que acaba de terminar. Si Dios todopoderoso nos dio fuerzas para resistir el invierno de 1942, también soportaremos este invierno. Pero una cosa es segura: en esta lucha no cabe transacción alguna.

Este mensaje era menos eufórico que los pronunciados en otras oportunidades.

Por su parte, el discurso del presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, transmitido en directo por Radio El Mundo de la Argentina, pidió sostener esfuerzos hasta que "el ataque de los bandidos contra la civilización" fuera completamente aplastado; luego de alardear sobre la capacidad de la industria de guerra estadounidense, Roosevelt se refirió al futuro: propuso organizar las relaciones entre naciones para que la humanidad pudiera disfrutar de los beneficios de la paz y, dirigiéndose a los combatientes, se comprometió a que, terminada la guerra, no hubiera más barrios bajos ni desocupación ni despidos.

La gran prensa tradicional y los periódicos de izquierda argentinos interpretaron el curso de los acontecimientos como favorable a los aliados: la aviación del III Reich (Luftwaffe) había perdido el poderío que tuvo al comienzo de la contienda porque el dilatado espacio físico a su cargo superaba sus recursos humanos y materiales, incluso la guerra submarina comenzaba a ceder en intensidad.1

Interpretaciones diametralmente opuestas eran las de la prensa nacionalista y pro nazi; en su opinión, el desembarco en África carecía de importancia estratégica, y la fortaleza de Europa, unificada por las fuerzas armadas alemanas o tímidamente neutral, se conservaba incólume.2

Para quienes vivían ese tiempo, más allá de simpatías ideológicas, afinidades étnicas o intereses concretos, el desenlace del conflicto mundial seguía siendo una incógnita.

La Argentina, un oasis de paz

El festejo de Año Nuevo en la Argentina no estuvo empañado por la guerra. Se celebró en Buenos Aires, gracias a una amplia oferta de entretenimientos. Hubo fiesta en clubes deportivos y de barrio, así como en los centros regionales, una demostración de la importancia que conservaban las colectividades.

La élite social y política prefirió las instalaciones del Hipódromo del Jockey Club de San Isidro, en una velada caritativa. En distintas mesas se ubicaron el presidente de la Nación, ministros, intelectuales y estancieros con sus familias. Allí estuvo también el general Arturo Rawson, quien cinco meses más tarde encabezaría el golpe de Estado que derrocó a Castillo, su contertulio en esa amable noche.

La lectura de los diarios argentinos revela a simple vista el dichoso aislamiento que disfrutaba el país, alejado de los horrores de la guerra por voluntad de su clase política, por la opinión mayoritaria, por su ubicación geográfica y por su historia. Esa lejanía, esa seguridad y ese rechazo a comprometerse en nombre del sagrado derecho a la neutralidad protegían a la totalidad de la población, que según informes oficiales sumaba 13.709.238 habitantes.

En la prensa abundaban las noticias locales; por ejemplo, que siete mil niños habían sido admitidos en las colonias escolares de la Capital Federal, luego de examinada su salud. No era para menos, la epidemia estival de poliomielitis, presente de nuevo, obligaba a cuidar el acceso a piletas. En esos días de verano tórrido, con los campos asolados por la sequía, muchos bañistas disfrutaron de las piletas de los clubes y balnearios municipales, mientras que un flujo permanente de turistas a Mar del Plata colmó la hotelería local.

En policiales se informó sobre los hechos de violencia ocurridos ese 1º de enero: riñas en conventillos, heridos y quemados; 190 detenidos fue el saldo negativo de los festejos. También se conoció la absolución de todos los acusados por el asesinato de Martita Stutz, un caso que conmovió a la provincia de Córdoba y generó muchas suspicacias acerca de los presuntos culpables.

POLÍTICOS EN ACCIÓN

La actividad política no se tomaba vacaciones. En septiembre de 1943 habría elecciones presidenciales, y eran muchos los intereses y pasiones en juego. Los radicales debatían si concurrirían solos -como quería la Intransigencia- a los comicios o con Unidad Democrática, según proponía la dirigencia identificada con Marcelo Torcuato de Alvear, fallecido meses antes. Los demócratas conservadores debían decidir entre presentar una fórmula exclusiva o mantener la Concordancia con radicales antipersonalistas. Por su parte, socialistas y comunistas encontraron en la Unidad Democrática una alternativa a sus menguadas posibilidades electorales a escala nacional.

El 8 de enero, La Nación reprodujo a toda página el discurso del gobernador de Buenos Aires, Rodolfo Moreno, y la adhesión a su candidatura presidencial de clubes, federaciones, ligas y entidades varias de toda la provincia y hasta del arzobispo platense, monseñor Juan Pascual Chimento. En su discurso, Moreno elogió las ventajas de vivir en la Argentina, sin presos políticos, ni exilios ni deportaciones, con los derechos fundamentales garantizados y un "estado de sitio" que no resultaba opresivo. "Pese a todo -observó-, se habla de crisis, nos encontramos en otro capítulo de desencuentros... en el mundo los estadistas se plantean el futuro, y aquí nuestros demagogos siguen revolviendo asuntos mínimos". Y, en lo que constituía un desafío al Presidente, al finalizar su discurso afirmó: "Me propongo presidir elecciones libres en Buenos Aires, crear al elector responsable".

Muerte de un presidenciable

El 11 de enero, el fallecimiento del general Agustín P. Justo, ex presidente de la Nación, movió el tablero político. Falleció a los 66 años, víctima de un derrame cerebral, en su domicilio de la calle Lacroze. Un religioso benedictino le administró la extremaunción. Justo fue velado en el Salón Blanco de la Casa Rosada. Su partida se sumó a la de dos ex presidentes, Marcelo T. de Alvear y Roberto M. Ortiz, ocurridas meses antes.

El fin de una generación de políticos nacidos en el siglo XIX planteó la incógnita de quién o quiénes heredarían el liderazgo de sus respectivas agrupaciones.

La nota necrológica del diario La Nación recordó que Justo había nacido en 1876 en Concepción del Uruguay; aunque muy quebrantado por la muerte reciente de su esposa, se lo veía animoso, esperanzado, viajaba y se preparaba para competir por la candidatura presidencial. Dijo también que había ofrecido su espada de soldado a Brasil, al entrar este país en la guerra junto a los Aliados. La noticia repercutió en el exterior; en el Senado de Estados Unidos se le rindió tributo como estadista y se recordó su franco apoyo. En Brasil, el presidente Getúlio Vargas lo mencionó como amigo y compañero de causa. En la prensa uruguaya se afirmó que estaba llamado a devolverle al país el prestigio democrático, y en Bolivia se dijo que Justo y Ortiz caracterizaban la actitud democrática del pueblo argentino.

Carlos Saavedra Lamas, rector de la Universidad de Buenos Aires y ex canciller, habló en el entierro en nombre de sus colaboradores:

Luchó por el amparo de nuestras industrias agropecuarias; creó los cables que debemos mantener con la gran nave británica; formó una nueva estructura bancaria y dio desarrollo extraordinario a la vialidad, además de puertos, ferrocarriles e irrigación. Su retorno a la presidencia habría coronado su trayectoria, pues al compás de los sucesos mundiales dignificaría nuestra vida institucional.

Pese al asueto administrativo, el entierro no fue multitudinario. El ex presidente nunca gozó de popularidad; su gobierno era calificado de "cipayo" y "vendepatria" por los voceros del nacionalismo, y los radicales yrigoyenistas lo detestaban porque había autorizado el fraude electoral que los castigó en comicios provinciales y nacionales.

Roosevelt: de Casablanca a Natal

A mediados de enero tuvo lugar en la ciudad de Casablanca, en Marruecos, la conferencia entre el presidente Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill, a la que asistieron también los generales Henri Giraud, alto comisionado francés en Argelia, y Charles de Gaulle, reconocido en Londres como jefe de la Francia Libre. A finales de 1942, fuerzas angloamericanas desembarcaron en el nordeste africano y modificaron la situación de Argelia y Marruecos, territorios colonizados por Francia y dependientes del gobierno de Vichy, sometido al Reich. La región constituía un verdadero polvorín, donde confluían monárquicos y comunistas, refugiados de la Francia continental, judíos argelinos y tunecinos deseosos de recuperar el estatus perdido por las leyes raciales de Vichy. Giraud y De Gaulle se disputaban el liderazgo de los franceses independizados de la Francia metropolitana.

El 27 de enero, en Casablanca, se anunció que los gobiernos aliados habían llegado a un importante acuerdo. Roosevelt se reunió con periodistas, mostró una apariencia saludable, habló en tono coloquial y ratificó que la paz solo podría alcanzarse mediante la eliminación total del poderío alemán, italiano y japonés, adelantándose a una posible propuesta alemana de paz negociable. En esa línea de acción se acordó el plan bélico para tomar la iniciativa en todos los frentes y, en secreto, se decidió la invasión a Italia por Sicilia.3

Al regreso de Casablanca, Roosevelt se encontró con el presidente Getúlio Vargas en Natal, en el nordeste de Brasil. La entrevista se desarrolló a solas, a bordo de un buque de guerra estadounidense. Luego visitaron un gigantesco aeródromo. Brasil adhirió poco después a las Naciones Unidas, así denominaban la diplomacia y la prensa estadounidense al bloque de los Aliados antes de la constitución de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945.

Vargas -que presidía un gobierno autoritario, el Estado Novo, según el ejemplo del corporativismo portugués, sin Parlamento y sobre la base de decretos- se presentaba ahora como el campeón de las democracias. En este cambio de actitud había influido la Cancillería más que el Ejército, en cuyas filas había simpatizantes nazis.4

A finales de enero se supo que los rusos habían completado el aniquilamiento del ejército alemán en Stalingrado. El botín de guerra en prisioneros y materiales era enorme. Los padecimientos del ejército y de la población civil rusa superaban todo lo imaginable.

La orgullosa neutralidad

Transcurrido un año de la Conferencia de Río de Janeiro -que había recomendado la ruptura de relaciones con el Eje a todas las repúblicas latinoamericanas, pero sin especificar fechas ni dar plazo-, la Argentina permanecía orgullosamente neutral. Por esa razón, la ruptura de relaciones entre Chile y el Eje, autorizada por el Senado chileno en enero de 1943, en medio de fuertes movilizaciones callejeras, dejó a la Argentina como la única nación neutral del continente americano. Hasta entonces, el Departamento de Estado acusaba a las dos repúblicas trasandinas de permitir actividades nazis en su territorio. Después, las acusaciones tuvieron a la Argentina como destinataria exclusiva.

Ese mes de enero de 1943, el agregado militar de la embajada alemana en Buenos Aires, capitán de navío Dietrich Niebuhr, fue acusado de espionaje junto a 23 personas, casi todas alemanas de larga residencia en el país, cuyas fotos y datos particulares publicaron los diarios. Luego del debido proceso judicial, el canciller Enrique Ruiz Guiñazú solicitó y obtuvo el retiro del diplomático acusado. Dos meses le bastaron al juez Miguel Jantus para dictar sentencia.

La información sobre Europa ocupaba un espacio central en la gran prensa. En Francia, la exigencia de enviar trabajadores a Alemania había generado resistencia entre muchos jóvenes, que se refugiaron en las zonas montañosas para evadirse; en Marsella, las deportaciones y razias contra la población civil, ordenadas por el alto mando alemán, apuntaban a judíos y rebeldes. A fines de enero, a medida que la Wehrmacht abandonaba los territorios de la Unión Soviética, se conocían las muertes de millares de personas por inanición, la aniquilación de miles de judíos y las deportaciones de civiles para los campamentos de trabajo en Alemania.

En la Casa del Pueblo, institución socialista, a principios de 1943 hablaron Arturo Ravina, Carlos Sánchez Viamonte y Enrique Dickmann en un acto contra la persecución racial. En la Convención Radical, Ricardo Garbellini denunció el asesinato de judíos víctimas del nazismo en Europa e invitó a un minuto de silencio; algunos convencionales se quedaron sentados.

SEÑALES DE MALESTAR

De las fuerzas armadas nacionales se hablaba poco en la prensa: visitas del ministro de Guerra, general Pedro Pablo Ramírez, a las fábricas militares; pases a destino de los principales comandos, y nómina de invitados por el presidente Castillo a comidas en la residencia de Olivos. Vigente el estado de sitio, todo lo relacionado con las fuerzas armadas era tratado con respeto y discreción. A pesar de esto, en enero de 1943, la justicia dictó las prisiones preventivas a veintiséis procesados por corrupción de menores en el Colegio Militar, por "actos realizados contra natura para satisfacer deseos propios o facilitar la depravación sexual". El escándalo, que se hizo público en octubre de 1942, mostró la cara oculta del pecado en sectores de la clase alta porteña y desató una serie de burlas contra el Ejército.

Síntoma de la creciente politización de los oficiales jóvenes fue el incidente ocurrido en Trevelin, Chubut, durante una conferencia en la que el presidente de la aliadófila Acción Argentina disertaba sobre la obligación de los maestros de enseñar la Constitución y de los militares de defenderla. Habló también una profesora sobre el amparo de nuestra Constitución a las colectividades laboriosas, sin distinciones étnicas. Esto provocó el enojo de dos militares asistentes, que expresaron su malestar a los gritos.

Otra situación escandalosa se produjo en la estación Retiro al regreso de Rodolfo Ghioldi, dirigente del Partido Comunista recluido en Córdoba, cuando la policía dispersó al centenar de amigos que lo aguardaban. El ministro del Interior confirmó que no levantaría el confinamiento de dirigentes comunistas en provincias y territorios.

El 31 de enero se iniciaron en Buenos Aires las conversaciones formales para integrar el Frente Democrático. Como la Casa Radical había sido allanada, con el pretexto de que los comunistas participaban de la formación del Frente, la reunión se hizo en la Casa del Pueblo.

Imperturbable, el presidente Castillo viajó a Mar del Plata, se alojó en la estancia de su secretario, José María Paz Anchorena, y manifestó a la prensa su preocupación por las consecuencias de la posguerra.

Días antes había recibido a un grupo de ferroviarios que reclamaba por una rebaja en las jubilaciones del gremio. En ese final del verano de 1943, la Confederación General del Trabajo (CGT) se dividió en dos a consecuencia de la pugna entre sus dirigentes por el control de la central obrera. Otro conflicto, el de los dueños de colectivos con la Corporación de Transportes de la ciudad de Buenos Aires, se tramitaba en un juzgado federal. El presidente de esta corporación, Rodolfo Corominas Segura, ex gobernador de Mendoza, había elaborado un plan y verificado el sobreprecio obtenido por las empresas que no justificaban nuevos aumentos de tarifas; esperó dos meses y, al no recibir respuesta a su iniciativa, renunció. También había renunciado el presidente de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), ingeniero Ricardo Silveyra, en desacuerdo con el ministro de Agricultura. El abastecimiento de combustible era uno de los temas conflictivos en tiempos de guerra.

La Memoria del Banco Central, dada a conocer en marzo, informó que la economía argentina había sacado fuerzas dentro de sí para readaptarse a tiempos de incertidumbre; que si el esfuerzo industrial satisfacía gran parte de nuestras necesidades, se debía al crecimiento orgánico de los medios productivos; que los establecimientos existentes al comenzar la guerra funcionaban ahora con plena capacidad, en turnos sucesivos de trabajo y en plantas ensanchadas, y que habían surgido otros medianos y pequeños, que lograron sustituciones de productos importados. Esta Memoria advirtió también que algunos sectores de la industria podrían encontrarse en una situación crítica si no recibían insumos suficientes del exterior y que sería difícil aprovisionarse si se prolongaba mucho la guerra, por lo que aconsejó al gobierno nacional y a los empresarios privados frenar el fenómeno expansivo y controlar el déficit fiscal.

La tan esperada "media palabra" presidencial se conoció el 17 de febrero: el doctor Robustiano Patrón Costas sería el candidato demócrata a la presidencia. El anuncio desató la polémica en los diarios y la lucha interna en el partido gobernante.

1 La Nación, 1º de enero de 1943.

2 Revista Nueva Política, Buenos Aires, febrero de 1943, p. 8.

3 Davies, Norman: Europa en guerra. 1939-1945, Barcelona, Planeta, 2016, p. 240.

4 Fausto, Boris: História do Brasil, San Pablo, Edusp, 2004, p. 381.

CAPÍTULO 2
EL PAÍS EN LA MIRADA DE LOS OTROS

A comienzos de la década de 1940, el carácter cosmopolita de la sociedad argentina llamaba la atención de visitantes extranjeros, periodistas, intelectuales, diplomáticos, inmigrantes, exiliados políticos y refugiados. Este fenómeno, muy visible en la Capital Federal, en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Mendoza, en el sudeste de Córdoba y en los Territorios Nacionales, llegaba en cuotas menores al centro y norte del país.

La gran afluencia de inmigrantes había cesado alrededor de 1930, pero todavía llegaban extranjeros expulsados de sus países de origen por la persecución racial e ideológica. Los habitantes nacidos en el exterior -tan numerosos en el Censo Nacional de 1914, ya que representaban el 29% del total- habían disminuido al 19%. De acuerdo con el pronóstico del sociólogo Alejandro Bunge, la Argentina pasaba de ser un país cosmopolita con predominio de extranjeros en edades activas a ser un país de nativos.1 No obstante, todavía se sentía el peso en la economía y en la sociedad de las colectividades española e italiana, aunque envejecidas, y de los judíos rusos y polacos, árabes sirios y libaneses, turcos, griegos y eslavos, que constituyeron los aportes más considerables en los años de entreguerras.

"Crisol de razas"

La Argentina del Centenario se había vanagloriado de ser un "crisol de razas". En ese sentido, la posición oficial del gobierno nacional no se modificó:

La Argentina, como país nuevo y de inmigración, necesita formar una población nacional y no lo conseguiría si consintiera que se formaran núcleos raciales que no estuvieran absolutamente sometidos a las leyes de la nación.

Por consiguiente, no era aceptable que hubiera una "Pequeña Italia" o una "Pequeña Polonia" ni que se instruyera a los niños en idiomas distintos del español en la escuela, así lo dictaminó el consejero legal de la Cancillería a raíz del crecimiento de las organizaciones alemanas en el país, impulsadas por el nazismo.2

La mezcla de pueblos y culturas sorprendía a los observadores extranjeros, en épocas en que los valores de la nacionalidad y de la "pureza de raza" estaban en alza. En efecto, el factor racial era un tema álgido en la política mundial, que se dirimía junto a otros -como las ideas y los modelos políticos y sociales en uso- en una guerra despiadada en la que luchaban las naciones de origen de buena parte de la población argentina recién llegada. A pesar de que las colectividades extranjeras tendían a nuclearse en determinados barrios capitalinos, en pueblos del interior que antes fueron colonias, y a fundar clubes y mutuales en los centros urbanos, el proceso de argentinización del inmigrante fue rápido.

En buena medida, esto era producto de la educación pública obligatoria, gratuita, laica y estatal, que imprimía un sello común a los hijos de extranjeros y relativizaba la influencia que ejercían los centros de sociabilidad de las colectividades. Asimismo, aunque las respectivas iglesias promovieran los matrimonios entre sus paisanos, los enlaces mixtos eran frecuentes; los hijos de estas parejas no sentían obligación de mantener la herencia cultural paterna y, en ese nuevo contexto, idiomas, dialectos y tradiciones se olvidaban. Solo se resistían a este proceso de asimilación las colectividades de lengua anglosajona y alemana, pero incluso en ellas se introducía la mentalidad del "crisol de razas".

Gombrowicz: "mezcla de razas y herencias"

"Yo, Witoldo, aunque de vez en cuando me presentaba como ?escritor polaco', era solo uno de tantos expatriados que hospedaba esta pampa", escribió Gombrowicz en su Diario. Ya era valorado como escritor vanguardista cuando llegó a la Argentina, a fines de 1939, y su mirada revela rasgos propios de los argentinos de entonces y de hoy.

No me asocio a ese otro coro que hoy predomina entre los argentinos (se nos explota económicamente, estamos en las garras del capitalismo internacional y de la oligarquía local). Yo aprendí poco a poco a quererlos, a apreciarlos. El argentino se pone a razonar, por ejemplo, que "nosotros" necesitamos tener una historia, porque "nosotros" sin historia no podemos competir con otras naciones más cargadas de historia. Y empieza a confeccionar esa historia a la fuerza, plantando en cada esquina monumentos a los innumerables héroes nacionales, celebrando cada semana un nuevo aniversario, pronunciando discursos, pomposos a veces, y convenciéndose a sí mismos de su gran pasado. La fabricación de la historia es en toda América del Sur una empresa que consume cantidades colosales de tiempo y esfuerzo. Pero nadie sabe qué es ese "nosotros", los argentinos.

Mezcla de razas y herencias, de breve historia, de carácter no formado, de instituciones, ideales, principios, reacciones no determinados; maravilloso país, es verdad, rico en porvenir, pero sin formar. ¿Es ante todo Argentina los indígenas quienes se asentaron allí hace tiempo? ¿O es sobre todo la inmigración transformadora y constructora? ¿O quizá la Argentina es precisamente un cocktail, una mezcla, un fermento? ¿Es Argentina lo indefinido? En estas condiciones, todo este cuestionario del argentino: ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra verdad? ¿A qué debemos aspirar?, tiene que terminar en el fracaso. Porque no es en los análisis intelectuales sino en la acción... donde se esconde la respuesta.3

Proveniente de un pueblo cuyo espacio vital había sido anexado a sus poderosos vecinos, la Alemania nazi y la Rusia soviética, al escritor polaco le costaba entender de qué se quejaban esos afortunados argentinos, dueños de un territorio extenso, de vastas praderas fértiles, protegidos del resto del mundo por la cordillera, los grandes ríos y el océano.

Sir Kelly: "un país de inmigrantes, sin cohesión social"

Un agudo y crítico observador de la Argentina de aquellos años es el embajador del Reino Unido, sir David Kelly, quien como parte de su tarea diplomática y por interés personal analizaba la clase gobernante de los países donde era destinado. Clase gobernante, explica en The Ruling Few,4 "no se trata del partido político en el gobierno, sino del complejo de intereses que en determinado país en un determinado momento controlan la opinión pública y tienen la última palabra en el diseño de la política nacional".5 En la Argentina, ese poder estaba constituido por los grandes estancieros y abogados de empresas, a quienes el embajador conocía bien. Había llegado por primera vez en 1919, como tercer secretario de embajada, cuando gobernaba el radical Hipólito Yrigoyen con la oposición de los conservadores. En su segunda residencia en el país, ya como embajador, gobernaban los conservadores y los radicales eran la oposición.

Este hábil diplomático navegó en aguas difíciles, presionado por Washington para que pusiera en línea al gobierno argentino del presidente Castillo, celoso defensor de la neutralidad. La cancillería británica (Foreign Office) sabía que detrás de la alianza estratégica entre el Reino Unido y Estados Unidos, necesaria para luchar contra Hitler, se agudizaba la sorda competencia entre las potencias anglosajonas por el dominio del comercio mundial. La Argentina constituía una pieza valiosa en esa compleja trama: sus envíos de carne representaban el 40% del total consumido por la población británica y eran vitales para abastecer al ejército.

Con respecto a las simpatías argentinas en la guerra, Kelly informó a Londres que la abrumadora mayoría no era nazi, ni las viejas clases gobernantes ni el gobierno militar instalado en 1943. Los argentinos, fuera cual fuere su clase social, no tenían interés en esa ideología o en otra cualquiera europea, pues sentían que ellos o sus padres habían venido de Europa precisamente para decir "adiós a todo eso" y que eran los primeros interesados en pasarlo bien. El auténtico deseo era continuar con los negocios como siempre, con ambas partes, en una disputa en la que no estaba en juego, según su percepción, ningún interés personal o nacional. Solo unos pocos entre los sectores dirigentes eran germanófilos, la mayoría estaba de corazón con los Aliados y reconocía en los británicos a su principal cliente.

Como se advierte, Kelly ignoraba la popularidad de la que gozaban entonces en el país autores como Raúl Scalabrini Ortiz, Rodolfo y Julio Irazusta o José Luis Torres, quienes por esa misma fecha se aplicaban a demoler el prestigio de la herencia británica en el Río de la Plata. Pero, en lo que respecta a la élite social, sabía a qué atenerse. Contaba con una multitud de amigos, relaciones y hasta parientes, que lo recibieron con un torbellino de agasajos en los centros de poder detrás de la escena: el Jockey Club y el Círculo de Armas. Pese a la aparente amistad con los "nativos", Kelly despreciaba íntimamente a la vieja clase de "los distinguidos", poco aficionados, según él, a la lectura y que en sus estancias se comportaban como virreyes. En síntesis, constituían una plutocracia reciente, enriquecida por la producción pampeana, sin vecinos temibles, que adquirió poder e influencia política con facilidad, una facilidad que le jugó en contra, pues careció del instinto de supervivencia que las clases gobernantes necesitan para sostenerse en su posición. Comunidad rica, instalada en espacios enormes, pueblo no europeo cuyos pensamientos estaban centrados en ellos mismos, y pese a todo esto, no se sentían periféricos aunque lo fuesen. Un país de inmigrantes, sin cohesión social ni espíritu público, dominado por los lazos familiares, como los pueblos mediterráneos, cuya masa proletaria descendiente de italianos y de españoles también tenía el sueño de enriquecerse.

ANGLO-ARGENTINOS EN EL DESCENSO

Hacia 1940, la comunidad británica, la más influyente y rica de las existentes fuera del Imperio, había perdido peso en el conjunto de los argentinos. Introductora de costumbres como el five o'clock tea, los modales en la mesa, los más variados deportes y los primeros clubes sociales, esta colectividad ahora se veía invadida por apellidos y rostros extraños.

En el caso de las grandes empresas, la competencia establecida era con los estadounidenses, que compraron muchos de los servicios públicos fundados por británicos y se aplicaron a capturar el mercado argentino de carnes, granos, maquinaria, alimentos, automóviles y petróleo.

La comunidad todavía conservaba algunos reductos exclusivos, donde se observaban usos y costumbres en "estado de pureza". Era el caso del St. George's College, semejante a los grandes colegios privados ingleses, cuyo campus ocupaba veinte hectáreas en Quilmes. El sistema de internado respondía al modelo inglés. En la capilla del colegio existía una placa que contenía la lista de los 14 ex alumnos que habían dado su vida por el Reino Unido en la Primera Guerra Mundial. Ellos fueron parte de los 5.000 voluntarios -400 eran mujeres- que se alistaron para luchar, aunque no fueran nativos del Imperio sino ciudadanos argentinos. En 1940 volvió a repetirse el llamado: se alistaron 1.500 voluntarios, menos de un tercio de los incorporados en 1914, señal de que la comunidad se había integrado al país, si bien ciertos lazos continuaban vigentes.

Una noche, Alfredo B. Dougall, director del diario The Standard y de Radio Excelsior, se enteró de que su hijo Harold había decidido alistarse y, en compañía de varios amigos, partiría rumbo a Southampton la semana siguiente. Alfredo, nacido en la Argentina y de padre escocés, también había sido voluntario en la Primera Guerra. Peleó en las trincheras y al regresar solamente narró alguna anécdota, guardando para sí "la verdadera cara de ese infierno". No obstante dejó partir a Harold, quien hizo un curso de oficiales en Londres, se entrenó como piloto naval en Canadá y actuó en la última etapa de la guerra. Herido en acción, volvió al país.

EL COMPROMISO DE RONALD SCOTT

Este voluntario argentino, hijo de británicos y nacido en 1917, se alistó en 1942. Cuando lo entrevisté en 2016, Ronald Scott contó las razones que lo llevaron a arriesgar la vida en la tierra de sus mayores. Es hijo de padre escocés, que emigró de Australia a la Argentina y que escribía para The Standard en la sección deportes, y de madre angloargentina, enfermera del Hospital Británico. Estudió en colegios ingleses, luego trabajó como vendedor y practicó con éxito los más variados deportes. Sobre su decisión de enrolarse dice:

A mí la historia siempre me gustó, y cuando Hitler invadió Polonia, suceden esas atrocidades y se mata por matar, todo eso me decide a poner mi granito de arena. Fui a la embajada, me examinaron en el Hospital Británico y, cuando vino un barco de la Armada Real, Highland Princess, me embarcaron con 330 voluntarios argentinos, 70 chilenos, algunos más en Montevideo y otros más en Río de Janeiro. Zarpamos de noche para evitar el ataque de submarinos alemanes. En Río subieron dos capitanes y 18 tripulantes ingleses cuyo barco había sido torpedeado: tardaron un mes en llegar a tierra, en dos botes, alimentándose de peces voladores.

Al salir de Buenos Aires empezamos a entrenarnos apenas subió a bordo un grupo con ametralladoras. Cuando zarpamos de Río, muchos compraron whisky y se emborracharon, por lo que se autorizó solo una botella de whisky o gin por día. En las islas Bermudas subieron 50 oficiales estadounidenses. De allí el barco ancló en Nueva York, y para cruzar el Atlántico, por el peligro de los submarinos, íbamos en convoy, 67 barcos en total. Llegamos a Liverpool, yo dije que quería incorporarme a la aviación naval y me ordenaron que fuera a otra fuerza, además de amenazarme con denunciarme como desertor. Al oficinista le pregunté: "¿Usted sabe dónde está la Argentina? Está claro que no puedo ser desertor".

Quería ir a la Aviación Naval porque cuando tenía 17 años vino el príncipe Eduardo de Gales y jugó polo en el Club Hurlingham. El príncipe me pidió un agua tónica, se la llevé al asistente, me agradecieron e invitaron a visitar un portaaviones o un buque arreglado para tal, en el puerto de Buenos Aires, con aviones biplanos de tela, una pista de 80 metros y un cable para engancharlos. La visita me entusiasmó y me quedó la idea de enrolarme en la Aviación Naval, mientras otros amigos fueron a la Royal Air Force. En Portmouth, gran puerto naval, empezó un entrenamiento de seis semanas. Era un aprendizaje duro.

La formación de Scott prosiguió en Canadá, donde ganó las alas, en octubre de 1943, lo que significaba haber cumplido con horas de vuelto en un biplano, entrenamiento en ametralladoras y lanzabombas en vuelo nocturno. En Inglaterra rindió examen y salió como oficial alférez. Continúa su relato:

En un vuelo, mi avión se estrelló en una ola, pero salí a flote. Después me tocaron operaciones de ayuda en el sector sur del Támesis, en el Colegio Naval Greenwich, cuando atacaban las V-1, en 1944. En ese edificio de techos pintados con batallas famosas, yo estaba en una mesa con mapas e indicaciones magnéticas y debía seguir el rumbo de las bombas: si entraba en mi referencia, me correspondía organizar la policía, hospitales y sistema de agua. No era para menos, cada bomba podía destruir una manzana.

Siempre pensé en volver por ser argentino. Si fui a la guerra fue porque le tenía fe a Winston Churchill, a quien tuve el gusto de conocer desde la galería de visitantes en una visita a la Cámara de los Comunes. He hablado con ingleses, quienes me recordaban que estaban desesperados y que cuando escucharon el discurso, "pelearemos en los mares, en las costas, no nos rendiremos nunca", recuperaron el ánimo.

Es de notar que, cuarenta años más tarde, Ronald Scott y otros de sus colegas de aquella guerra sostuvieron los derechos de la República Argentina en el conflicto del Atlántico Sur.

Los franco-argentinos y el gobierno de Vichy

La colectividad francesa sufría las consecuencias de una nueva derrota en manos de Alemania, a raíz de la cual, en 1940, el territorio francés quedó dividido en la zona de ocupación -bajo el mando directo del III Reich- y la zona libre, que presidía el mariscal Philippe Pétain, con capital en la ciudad termal de Vichy.

La Francia de Vichy, que se proclamó católica, tradicional y autoritaria, culpó de la derrota militar a los judíos, a la masonería, al Frente Popular y a la democracia. Este planteo se justificaba en el sentimiento patriótico y en la escasa atención dada a las cuestiones de la defensa nacional por los gobiernos de entreguerras. La otra Francia, encabezada por Charles de Gaulle desde su refugio en Londres, era todavía muy débil.

Ese marco de divisiones y enconos se reflejó en la colectividad francesa, que a diferencia de la británica estaba mejor asimilada a la sociedad argentina y hasta compartía sus preferencias ideológicas. En efecto, los franceses de droite, seguidores del nacionalismo de Charles Maurras y de la Action Française, coincidían con el nacionalismo de derecha argentino. Por su parte, los partidos franceses republicanos, laicos y de izquierda del Front Populaire despertaban la simpatía de radicales, socialistas y comunistas argentinos.

La situación de los franco-argentinos se advierte en los informes de los diplomáticos franceses destacados en Buenos Aires. Uno de ellos, Marcel Peyrouton, llegado al país en 1935, se sintió al principio muy a gusto, aunque no escapó a su mirada la declinación de la influencia gala otrora preponderante y que el idioma inglés estaba reemplazando al francés, como primera lengua extranjera.6 En lo político, Peyrouton respetaba al presidente Justo y al canciller Carlos Saavedra Lamas, así como la calidad republicana del Congreso y de la prensa. Su sucesor, Jean Tripier, valoró la política de saneamiento electoral del presidente Ortiz y al partido radical y comunicó a su gobierno el temor por el avance de los elementos germanófilos que podrían llegar al golpe de Estado.

Cuando estalló la guerra, en la Argentina hubo muestras de simpatía hacia Francia y de genuina conmoción y tristeza ante la entrada de los alemanes en París. Sin embargo, fracasó el intento de la embajada de movilizar a los jóvenes franceses residentes y en condiciones de servir bajo bandera. De los 900 convocados, solo 20 se incorporaron al ejército.

Peyrouton regresó al país en 1941, en plena guerra. En Buenos Aires se encontró con una colectividad fracturada entre pétainistas y partidarios de la Francia Libre; estos últimos habían organizado un "Comité de ayuda a la Francia Libre". La embajada, en su espléndida sede de la calle Cerrito, era un centro de intrigas, escuchas telefónicas, cartas anónimas y hasta de incidentes en recepciones patrióticas.

Entre tanto, el presidente Castillo gobernaba con estado de sitio y se resistía a seguir las imposiciones de Estados Unidos. Todo lo acercaba al gobierno de Pétain. En tales condiciones, ¿sería posible consolidar un bloque latino que Francia lideraría en el mundo y la Argentina en Latinoamérica? No obstante las afinidades ideológicas, Peyrouton sabía que la administración Castillo era solo fuerte en apariencia. En febrero de 1943, Castillo fue propuesto para una condecoración, la Gran Cruz de la Legión de Honor; su gobierno era el único en América Latina que mantenía relaciones con Vichy y el mentor de la idea de aquel bloque latino. Nada de esto fue posible. La ruptura de relaciones tuvo lugar un año después, ya en el gobierno de facto.7

La comunidad alemana

La colectividad de lengua germana era próspera y se encontraba en plena expansión, impulsada por bancos, empresas metalúrgicas, de energía, comunicaciones, agropecuarias, de alquiler de propiedades urbanas, manufactureras y de la construcción; también por actividades técnicas, educativas y culturales. En Buenos Aires y alrededores había barrios como Belgrano, Villa Ballester y Quilmes con fuerte concentración de alemanes. En las provincias fueron alemanes los fundadores de Villa Gesell (Buenos Aires), La Cumbrecita (Córdoba) y Eldorado (Misiones).8

Las fortunas privadas de los empresarios alemanes se estimaban en 140 millones de pesos, y los capitales invertidos las duplicaban. Millonarios y con actividades diversificadas eran, entre otros, Ludwig Freude, presidente de General Construcciones, y Ricardo W. Staudt, representante de fábricas de armamentos y socio de Siemens.9

Durante la Primera Guerra Mundial, los alemanes nativos y sus descendientes se alistaron en masa. La derrota del Imperio y las recurrentes crisis económicas y políticas de la República de Weimar provocaron un quiebre profundo en esta colectividad; eso explica que el surgimiento del III Reich les devolviera el orgullo de "raza". No era para menos, la economía alemana se reactivó mediante inversiones cuantiosas en la metrópoli y en el exterior. Sin embargo, como consecuencia del ascenso de Hitler, una línea infranqueable separó a los simpatizantes nazis de los amigos de la democracia y a los alemanes de ascendencia judía de los "arios puros".

Las organizaciones de la comunidad participaron de las celebraciones del Partido Nacionalsocialista argentino; la más notable convocó en el Luna Park a 20.000 personas para festejar la anexión de Austria al III Reich (Anschluss), que convirtió al antiguo centro imperial en una provincia administrada por un gobernador alemán, en 1938. Hubo estandartes desplegados, camisas pardas, sombreros tiroleses y discursos encendidos del encargado de negocios del Reich y del empresario Staudt, entre aclamaciones al Eje Berlín-Roma. A la salida, la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA) realizó una contramanifestación, se quemaron banderas alemanas y dos transeúntes murieron pisoteados por los caballos de la policía.10 Sin embargo, solo se registraron 1.500 afiliaciones al Partido Nacionalsocialista, dependiente del gobierno alemán, el 3,5% de un total de 42.000 ciudadanos alemanes residentes. A pesar de los pocos inscriptos, se trataba de militantes activos y a las órdenes de la embajada que conducía Edmund von Thermann, un diplomático de carrera con simpatías hitlerianas.11

La embajada se ocupó de alinear a la Cámara de Comercio Argentino-Alemana, a la prensa de la comunidad y a las instituciones educativas. En las asociaciones alemanas de argentinos (Landesgruppe Argentinien) intervenían los agentes del Partido Nacionalsocialista para modificar las estructuras con total libertad. Los residentes cumplieron todas las órdenes, desde cesantear a los empleados de origen judío hasta no publicar avisos empresarios en los medios opuestos al régimen.

En los diarios editados en alemán hubo dos líneas bien diferenciadas: la del periódico Argentinisches Tageblatt, de Ernesto F. Alemann, que desde un comienzo denunció los campos de concentración y las persecuciones del nazismo, y la del Deutsche La Plata Zeitung, que colaboró abiertamente con el III Reich.

En carta a Federico Pinedo, Ernesto Alemann comenta:

Este diario ha sido el primero que con certera visión de los acontecimientos futuros e ineludibles afrontó esta lucha, durante la cual ha sufrido toda clase de persecuciones imaginables, como ser boicot comercial de parte de todo el comercio alemán nazi y no nazi pero presionado por la embajada, bombas incendiarias, atentados personales, pleitos ante la Justicia Federal, etcétera.12

Los más de 200 establecimientos educativos alemanes del país y sus 15.000 alumnos fueron integrados al plan de adoctrinamiento nazi y recibieron directivas estrictas: la enseñanza la impartirían solo maestros arios, debía preservarse la cultura alemana y evitar que los germanos se integraran al "crisol de razas" del proyecto argentino. Sin tapujos, los símbolos del nazismo y la propaganda del régimen se introdujeron en las escuelas. Hubo honrosas excepciones: el caso del Cangallo Schule, de la Germania Schule y del Colegio Pestalozzi. En este último, fundado con el objetivo de crear una escuela argentino-alemana, libre de influencia nacionalsocialista, tanto los alumnos como los profesores eran expatriados.13

El embajador Von Thermann se retiró a principios de 1942, luego de una investigación parlamentaria que denunció la existencia de organizaciones paramilitares y de una red de espionaje muy efectiva a cargo del agregado naval de la embajada, Dietrich Niebuhr, y del agregado de prensa, Gotfried Sanstede, que extendía sus ramificaciones por América del Sur. Ludwig Freude, uno de los empresarios más ricos de la colectividad, financiaba el espionaje.14

REFUGIADOS DEL NAZISMO

Entre tanto, los refugiados judíos alemanes siguieron llegando al país, hasta sumar 45.000. Para atenderlos, la Sociedad de Socorro a los Judíos de Habla Alemana (1933) se constituyó en albergue, bolsa de trabajo, escuela de español y asesoramiento. Para los no judíos funcionó como comité de ayuda La Otra Alemania (1937), destinado a católicos y protestantes, pacifistas y socialistas perseguidos por el nazismo.15 Observa el historiador Holger Meding que en comparación con la población total, de 13 millones de habitantes, la Argentina admitió más inmigrantes judíos per cápita que cualquier otro país del mundo, salvo Palestina.16 Sin embargo, las embajadas y los consulados argentinos se esmeraban en defender con energía solamente los derechos de los judíos nacidos en la Argentina; si se trataba de alemanes o de otros europeos que hubiesen adquirido pasaportes por conveniencia, quedaban fuera de toda consideración. En la visión de estos diplomáticos, como era el caso del embajador de Berlín, Eduardo Labougle, la Argentina era una patria y no un refugio transitorio para los oportunistas o desdichados del mundo.17

LOS SOBREVIVIENTES DEL GRAF SPEE

Así las cosas, luego de la batalla del Río de la Plata entre el acorazado alemán Graf Spee y tres cruceros británicos frente a la costa de Punta de Este, la internación de los tripulantes en distintos puntos del país puso a prueba la capacidad de las autoridades argentinas para controlar la situación. Los internados habían recibido órdenes estrictas de Berlín: escapar por cualquier medio para regresar y alistarse. En consecuencia, los jefes y oficiales del buque se negaron a dar su palabra de honor de no ausentarse de la zona asignada: de los 1.055 tripulantes internados, 128 estaban prófugos en 1943; luego de largos periplos, regresaron al servicio y siguieron peleando.18 En mayo de 1943, los tripulantes del Graf Spee internados en Capilla Vieja, departamento de Calamuchita, en Córdoba, constituían "un campamento alemán, casi podría decirse un verdadero cuartel con régimen y discipli ... (seguí leyendo haciendo clic aquí)

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